Releo lo que escribí ayer acerca de Juan Mari Arzak y Pedro Subijana (que, de creer a mi difunta y venerada madre, es medio pariente mío) y me viene al recuerdo, al hilo de lo que digo sobre los atracos callejeros, una historia que viví algo así como en 1985.
Habitaba yo por aquel tiempo en el barrio de Malasaña, en Madrid.
Malasaña era a la sazón de lo más cutrecillo de todas las Españas. Menudeaban los robos y las agresiones. El comercio de drogas, incluidas las legales, estaba en su mayor esplendor. Por cada ciudadano de orden que avecindaba la zona -incluyéndome a mí, que ya es incluir- había no menos de seis tipos catalogables y catalogados como delincuentes.
Todos los días teníamos alguna. Llegué a acostumbrarme a pasear por el barrio con un aire de perdonavidas que habría hecho las delicias del mismísimo Frank Nitty.
Mi prestigio ganó muchos enteros un día que un grupo de pandilleros acosó a mi novia cuando salía a la calle. Me avisó, bajé a escape, histérico, y me encaré con ellos blandiendo un afilado machete de ésos que utilizan en Centroamérica para abrirse paso en la selva, preguntando a grandes voces si alguien quería pelea.
Nadie se mostró dispuesto a pegarse con un canijo tan rematadamente enloquecido.
Gracias a ello, nuestro estatus mejoró mucho. A partir de entonces, los vendedores de caballo, chocolate y pastillas me saludaban con gran respeto. Para mí que se inclinaban ante quien veían claramente como un asesino en potencia.
Pero mi fama, por desgracia, no alcanzó la plena universalidad. Había por el barrio pringaos que no sabían quién era yo, ni el tremendo peligro que escondía mi enjuto cuerpo de escaso metro con 68 centímetros.
Una de esas escorias desinformadas optó por asaltarme una mala noche, navaja en mano, en la calle Valverde.
-¡Dame todo lo que tengas! -bramó.
«¿Todo?», pensé. Pero renuncié a discutir con él sobre el volumen real del conjunto de mis propiedades físicas y espirituales. Le di las 2.500 pesetas que tenía y se fue.
Días después volvía a casa por la misma calle a las tantas de la madrugada. Recuerdo muy bien que llevaba encima las 12.500 pesetas con las que contaba para acabar el mes. Y volvió a ponérseme por delante el cretino de la navaja.
-¡Dame todo lo que tengas! -se repitió.
-No -respondí.
-¿No tienes nada? -me preguntó, como escandalizado por mi indigencia.
-Sí, sí tengo -le repliqué-. Pero no me da la gana dártelo.
Precisado lo cual, le arreé un puñetazo en plena cara que dio con su enclenque cuerpo en tierra. Y salí corriendo.
Por aquel entonces yo estaba en relativa buena forma y mi atracador, en cambio, en las últimas. Cuando llegué al portal de mi casa le llevaba no menos de 50 metros de ventaja. Abrí, entré y suspiré tranquilizado. No contaba con que la cerradura del portal era tan mierda como el resto de la casa. El tío llegó, pegó una patada a la puerta y la abrió. Con lo que me encontré en las mismas, sólo que mucho peor.
Procedí a subir las escaleras de tres en tres, gritando «¡¡Socorro!!» como un poseso. Por supuesto, nadie me hizo caso. Pero se ve que mi atracador no estaba en condiciones de mantener una persecución escaleras arriba y acabó desistiendo al segundo tramo.
¿Resultado? Tres días después recogí todos mis trastos, los metí en una furgoneta y no paré hasta llegar a Colmenar Viejo, allá por donde el Yiyo dio las tres voces. Sabía que si mi atracador recurrente volvía a verme por el barrio, primero me daba un pinchazo a la altura del píloro y luego se cagaba en mis muertos, por el aquel de recordarme a quienes habrían de constituir mi inmediato entorno.
Aquella noche de autos volví a constatar que el mayor problema que plantean las peleas no está en el momento de la pelea misma. Que lo realmente complicado es soportar una vida caracterizada por una interminable sucesión de pendencias.
Ése es mi caso. Y es tremendo. Porque, de verdad: no creo que haya en todo el mundo persona más pacífica y menos pendenciera que yo. Pero ¿qué puede hacer uno, si tiene principios?
Ésa es la verdadera maldición. Creedme: no hay nada peor que tener principios. Quien tiene principios está perdido.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (16 de octubre de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de julio de 2017.
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