Las radios se pasaron el día diciéndolo: «Trasnoche un poco y podrá ver la lluvia de estrellas que va a producirse esta madrugada».
No trasnoché en absoluto, pero pude verlo muy bien. A las horas que me levanto, todavía noche cerrada, y en este rincón milagrosamente aislado de la costa mediterránea, donde ninguna luz eléctrica estropea la vista del firmamento estrellado, el espectáculo estaba servido.
Pero no me llamó demasiado la atención. Sí; a cada poco se veía el resplandor veloz de un gramo de polvo convertido en luminaria celeste. ¿Y qué? Me había tomado el trabajo de leer en la Red algo sobre el fenómeno: esa lluvia que no llueve, esas perseidas que no tienen nada que ver con la constelación de Perseo, esas estrellas fugaces que no son estrellas, esas lágrimas de San Lorenzo que ni son lágrimas -menos mal: alguien que no llora- ni tienen más relación con San Lorenzo que la que le regala el aburrido calendario católico. Me enteré de qué es un meteoro y qué un bólido, y de cómo, con muy mala suerte, un meteorito puede incluso darte en la coronilla y hacerte ver las estrellas.
Es posible que el espectáculo fuera hermoso, pero me interesó más bien poco. No acabé de verle la gracia al hecho de que unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo parecieran unas cosas que entraban en la atmósfera a velocidad de vértigo.
Me olvidé de las perseidas y me quedé contemplando la serena -la engañosa- tranquilidad y la impresionante quietud -la falsísima quietud- de las estrellas suspendidas del firmamento.
Qué espectáculo. Sobrecogedor
Pensé que ésa es la auténtica maravilla, aunque esté cada noche ahí arriba, dejándose ver sin nadie que la cite en los noticiarios. Aporta la demostración irrefutable -y angustiosa- de que nuestros sentidos nos conceden una percepción de la realidad que es verdadera y falsa, a la vez.
Todo es así, pero nada es así.
El cielo estrellado nos obliga a asumir la contradicción permanente en que se desenvuelve nuestra existencia. Lo quieto está quieto, pero en vertiginoso movimiento. Lo pequeño -ese puntito de luz en la bóveda negra- es realmente pequeño pero, al propio tiempo, inmenso. Lo importante es minucia y el mero accidente, capital. La claridad es oscura. La oscuridad, cegadora.
El cielo nos lo dice: nuestros desvelos no sirven para nada, pero hacen falta.
Mirando la noche, sin luz humana que la desdibuje, cabe sentir por un momento el vértigo de todas las realidades que se juntan en eso que llamamos realidad.
¿Odiamos casi siempre porque amamos a ratos? ¿Amamos para salvar algo del odio que nos brota de las entrañas, por amor irrefrenable?
Es entonces cuando nos vienen las ganas de creer en Dios. Pero el ejemplo de Prometeo acude rápido para rescatarnos de la divinidad. Lo cantó Brel: «No eres Dios. Eres mucho mejor: ¡eres un hombre!». (*)
Javier Ortiz. Apuntes del natural (13 de agosto de 2004) y El Mundo (14 de agosto de 2004), salvo la nota sobre Brel, publicada únicamente en el apunte. Hay algunos cambios, pero no son relevantes y hemos publicado la versión del periódico. El apunte se titulaba La palabra del cielo. Subido a "Desde Jamaica" el 25 de junio de 2017.
(*) Brel, Jacques. Le Bon Dieu. Del LP Les Marquises, 1977. Dice la brevísima letra: «Moi, moi, si t'étais l' Bon Dieu / Tu f'rais valser les vieux / Aux étoiles / Toi, toi, si t'étais l'Bon Dieu / Tu rallumerais des vagues / Pour les gueux. / Moi, moi, si t'étais l'Bon Dieu / Tu n'serais pas économe / De ciel bleu. / Mais tu n'es pas le Bon Dieu / Toi, tu es beaucoup mieux / Tu es un homme! / Tu es un homme!»
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