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1992/07/15 07:00:00 GMT+2

La ocasión perdida del artículo 13.2

La totalidad de los grupos parlamentarios ha aprobado sin la menor discusión la modificación del artículo 13.2 de la Constitución para que ésta se ajuste a los acuerdos de Maastricht, permitiendo que los ciudadanos extranjeros puedan ser candidatos en las elecciones locales. Todos han subrayado que se trata de un cambio mínimo, tanto por su forma (se limita la introducción de tan sólo dos palabras: «y pasivo») como por su contenido (¿por qué habríamos de rechazar, a estas alturas del proceso de integración europea, que llegue a concejal, o incluso a alcalde, un ciudadano con pasaporte de alguno de los países de la CE?)

Ambos argumentos me parecen extremadamente superficiales, destinados a resolver de un plumazo cuestiones bastante más complejas y delicadas de lo que se dice.

Empecemos por lo más fácil: señalando que no es una nimiedad conceder el voto pasivo a los extranjeros en nuestro país.

En España hay extranjeros de dos géneros muy diversos. En una primera categoría hay que situar a los emigrantes económicos y los exiliados políticos. Son personas que viven –o tratan de vivir– como las de nacionalidad española, y que contribuyen con su esfuerzo y sus impuestos a la marcha económica del país. No veo ninguna razón para que se les prive del derecho de ser elegidos para ocupar cargos en la Administración local, pues ellos están tan interesados como el que más en su buena marcha.

Pero hay también, concentrados a lo largo de la costa mediterránea e insular, más de un millón de extranjeros de otro tipo. Son, en su gran mayoría, jubilados procedentes de la Europa rica, que han comprado chalets en urbanizaciones particulares de esas áreas cálidas y viven en ellas la mayor parte del año, huyendo del frío de sus países de origen. Hay zonas, pueblos enteros de Alicante, Almería, Málaga, Baleares y Canarias en los que esta población extranjera constituye la mayoría de la población. Se trata de un fenómeno de grandes dimensiones –un millón de personas no es bagatela– con el que nuestras autoridades no han venido contando por una razón elemental: son muy pocos los extranjeros de este tipo que se han censado –no le veían ventaja a hacerlo–, de modo que no figuran en las estadísticas oficiales. Pero ahora, ante la posibilidad de alcanzar cotas de poder local desde las que defender mejor sus intereses, ya empiezan a plantearse su «salida a la superficie».

¿Hay algo de malo en que estos extranjeros sean elegidos concejales o alcaldes por sus compatriotas? Puede haberlo. El problema estriba no sólo en su mentalidad colonialista –asaz molesta, en todo caso–, sino también en la especificidad de su situación y de sus necesidades, derivadas de dos hechos fundamentales: que son población pasiva y que viven en urbanizaciones segregadas de los núcleos antiguos de los municipios. Es poco probable que un alcalde de estas características tenga interés en crear escuelas o polideportivos, en renovar los servicios públicos del casco urbano o en financiar centros de promoción de la cultura autóctona. Más probable es que tienda a concentrar las inversiones municipales en atender los servicios de las urbanizaciones en las que residen él y sus votantes.

No hace falta demasiadas dotes proféticas para imaginar que el acceso de estos extranjeros –de éstos, insisto– a centros de decisión local puede abrir la puerta a situaciones conflictivas en unas áreas ya de por sí bastante maltratadas por los efectos de un turismo baldío, nacido de la pura especulación inmobiliaria e ignorado por las jefaturas políticas, que creen que el universo entero es como Madrid.

De este modo, lo que aparenta ser una medida de talante progresista –que los extranjeros europeos tengan derecho a votar y ser votados– puede resultar también una decisión problemática, nociva para una parte de nuestros conciudadanos. Algo que debería haberse evaluado con más detenimiento, en todo caso, antes de decidirlo.

Pero este problema, con ser de interés, resulta nimio en relación al cambio principal que introduce la reforma del artículo 13.2 de la Constitución.

Esa reforma no representa en absoluto un cambio mínimo. Lo de menos es que se concrete en dos palabras o en doscientas; lo de más es el criterio de fondo al que responde.

Según éste, al haberse producido un conflicto entre lo determinado en el Estado español por la soberanía popular (el texto de la Constitución) y lo acordado por los jefes de Gobierno y Estado de la Europa Comunitaria, va de suyo que es el pacto comunitario el que debe prevalecer.

Dicho de otro modo: se da por sobreentendido que la soberanía del pueblo de nuestro país está condicionada. Y, lo que es aún más innovador, se da por supuesto que está condicionada por las decisiones de un organismo ejecutivo supranacional no electo.

Se nos da a entender que éste es tan sólo un paso más entre los muchos que apuntan a un progresivo cambio en el ámbito de la soberanía: ésta estaría abandonando su marco inicialmente local (estatal) para plantearse cada vez más a escala europea. Pero un cambio en el ámbito de la soberanía es un hecho de la mayor importancia, como queda de evidencia cada vez que alguien lo reclama, por la vía inversa, para abrir paso al derecho de autodeterminación de las nacionalidades.

Entrar por esa vía reclamaría, por lo menos, una discusión más profunda que la habida en torno al «y pasivo» de marras.

Pero es que ni siquiera eso es cierto. Porque si de veras estuviéramos avanzando hacia una verdadera soberanía europea, lo lógico sería que ésta tomara cuerpo mediante un proceso constituyente específico, a escala continental, del que saliera una Constitución Europea, un Poder legislativo comunitario y un Gobierno de la CE responsable ante el Parlamento elegido por el voto de los ciudadanos y ciudadanas de todos los Estados miembros. ¿Alguien ha visto que algo de eso se haya puesto en marcha?

Lo que se nos está colando de matute no es sólo un cambio progresivo del ámbito de la soberanía, sino también, y sobre todo, un cambio de su mismo sujeto. En efecto, a lo que se exige que se amolde nuestro pueblo no es a lo decidido por todos los pueblos de la CE, sino a lo que han estipulado sus dirigentes, que han formado un Poder que no responde ante ningún Parlamento: ese «Bruselas» fantasmagórico en nombre del cual se nos impone todo, desde la desindustrialización hasta el sacrificio de la producción lechera, pasando por esta historieta de los concejales y alcaldes extranjeros que maldita la falta que nos hacía.

A quien estamos cediendo soberanía no es «a Europa», sino a un trust de políticos europeos.

Ese es el verdadero fondo del problema. Un fondo que ningún grupo parlamentario –unos tal vez por superficialidad, otros sin duda por conveniencia– ha desvelado a la hora de plantearse su aprobación o su rechazo de la reforma del artículo 13.2.

Javier Ortiz. El Mundo (15 de julio de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de enero de 2018.

Escrito por: ortiz el jamaiquino.1992/07/15 07:00:00 GMT+2
Etiquetas: soberanía maastricht 1992 el_mundo reforma_constitución | Permalink | Comentarios (0) | Referencias (0)

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