Cuenta la leyenda romana que, allá por los albores de la República, Porsena, jefe de las huestes etruscas, sometió a largo asedio la capital del Lacio, una vez que Publio Horacio, al que llamaban el Tuerto -más que nada porque le faltaba un ojo-, hiciera fracasar su intento de adueñarse de Roma por sorpresa.
Estaba el tal Porsena en estas del asedio, un tanto desanimado el hombre, cuando un día sus leales cogieron un prisionero. Se trataba de un joven patricio romano, Cayo Mucio, que se había infiltrado en las posiciones etruscas con la nada apacible intención de asesinar a Porsena, lo que a éste no acabó de sentarle bien. El jefe etrusco amenazó al cautivo: o le revelaba cómo estaba organizada la defensa de la ciudad o lo quemaba vivo. Cuando el joven romano oyó la amenaza, quiso demostrar cuán poco le importaba fenecer en la hoguera: puso su mano derecha sobre un fuego cercano, y en él la mantuvo sin pestañear hasta que la asó del todo. Porsena quedó tan impresionado por esta prueba de la bravura de los romanos que renunció a tomar la ciudad. Dejó en libertad a Cayo Mucio -a quien a partir de entonces apodaron el Zurdo: está claro que los romanos no eran un prodigio de imaginación inventando alias- y se volvió para su casa con armas y tropas.
Este es, según parece, el origen de la expresión «poner la mano en el fuego».
Los expertos en Historia de Roma se traen bastante cachondeo con esta leyenda. La consideran increíble y la atribuyen a las ganas que tenían los romanos de tapar las muchas, onerosas y humillantes derrotas que las tropas etruscas les infligieron en la dura realidad.
A mí no me parece tan increíble. Improbable, sí, ciertamente, pero no imposible. Cayo Mucio pudo abrasar su mano sin pestañear. Hay personas que tienen un control de su mente tan poderoso que son capaces de bloquear las sensaciones dolorosas o desagradables, hasta el punto extremo de no sentirlas en absoluto. No hace falta apelar a los faquires para probarlo: bien cerca de nosotros tenemos el caso de Narcís Serra, cuya capacidad para desterrar de su ser toda sensación desagradable -y muy en especial los sentimientos de remordimiento y culpa- puede muy bien rivalizar con la impavidez con que Cayo Mucio puso la mano en el fuego.
Más difícil de creer me resulta que Porsena dejara en libertad al tipo que había intentado asesinarlo. Pero no me olvido de que, al igual que la mezquindad, tampoco la generosidad humana tiene límites. Ahí está para demostrarlo el trato que Aznar le da a Pujol.
Me gusta esta leyenda romana. Tiene, entre otras virtudes, la de explicar por qué, pese a que Felipe González ha dicho muchas veces que ponía la mano en el fuego por alguien, nunca se ha quemado. Cuando supo lo de Cayo Mucio y se enteró de que la mano que hay que poner es la derecha, se negó a hacerlo. No soportó la idea de tener que arreglarse con la izquierda.
Javier Ortiz. El Mundo (2 de noviembre de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de noviembre de 2011.
Comentarios
Escrito por: kala.2011/11/02 14:05:36.169000 GMT+1