(Desde Ciudad del Carmen, México)
En tiempos tenía una coartada para justificar mi escasísima afición por los viajes intercontinentales: «Lo siento, pero se me haría muy duro pasar diez o doce horas sin fumar».
Lo cual, además, era cierto. Para alguien que, como yo, se liquidaba tres cajetillas diarias de tabaco negro, la perspectiva de estar encerrado en un lugar en el que estuviera prohibido fumar era cualquier cosa menos deseable. De hecho, aproveché los últimos tiempos en los que aún se permitía fumar en los vuelos transoceánicos para dejarme caer por los Estados Unidos. No tuve demasiado éxito, porque aunque autorizaran a fumar en el avión, la prohibición ya estaba haciendo estragos en tierra.
Sigo sin tener alma viajera, pero ahora ya no puedo utilizar la excusa del tabaco para disimular mi falta de interés por comprobar en vivo y en directo cómo son, qué hacen, qué tienen y qué no tienen los habitantes del quinto coño. Ex fumador militante, incluso pueden cachondearse de mí ensalzando las ventajas que debería encontrarle a no oler el humo del tabaco durante el montón de horas que dura el viaje.
Yo respondo invariablemente que, para saber de un país lejano, dos o tres libros bien elegidos y media docena de documentales contemplados desde el sofá del salón del propio hogar valen bastante más que cualquier viaje de tipo turístico. La experiencia directa -cuatro recorridos, unas cuantas conversaciones, un percepción necesariamente parcial y mediatizada- tiene muchas probabilidades de resultar engañosa.
Recuerdo cuando pasé una semana en Indonesia. Constaté luego que los datos más rigurosos sobre aquella realidad no los había obtenido observando los pedazos de país que pasaron por delante de mis narices. Menos aún oyendo a las pocas personas con las que logré hilar la hebra. Mis conocimientos mejores y más solventes me los dio la lectura de un par de trabajos de notable rigor... que había estudiado antes de salir para allí.
¡Viajar, ver, conocer, disfrutar de otros paisajes, de otros mares, de otras culturas! Sí, ya. Y acarrear maletas pesadísimas (que las compañías aéreas extravían con singular devoción), y pasarte horas de espera en aeropuertos varios, y luego no encontrar un puñetero taxi que te conduzca al destino y a un taxista que no te time, y que te atiborren de comidas picantes y llenas de especias, y que te asaeten toda suerte de mosquitos o insectos de ignotas subespecies...
Decía Carlos Herrera: «Desengáñate, como fuera de casa no se está en ningún lado». Es gracioso, pero no lo comparto en absoluto. A mí, mi casa me gusta. Sé cómo funciona. Dónde está cada cosa. Y tengo miles de modos de viajar desde ella hasta los extremos más remotos del mundo -y de la propia mente humana, incluso- sin necesidad de mover el culo. Y sin que me pique ningún bicho.
Hoy, sin ir más lejos, me he pasado varias horas aquí, en el Caribe mexicano, tratando de ver como conecto mi ordenador personal (perdón, computadora) a internet, más que nada para actualizar la web con un texto que en lo esencial ya estaba escrito a las 7:00, hora española. Y ya veis a qué hora me he plantado.
-Pero tú, ¿has venido a México a escribir, o a qué? -me pregunto yo solo.
-¡A escribir, por supuesto! ¿A qué, si no? -me respondo.
Me pasa como a aquel torero, imbécil pero guapo, que ligó una noche con Ava Gardner y al que la bella actriz sorprendió cuando a las primeras luces del alba se vestía precipitadamente. «Pero ¿adónde vas, hombre?», le dijo extrañada. «¡Pues adónde voy a ir! ¡A contarlo!», respondió el botarate.
Yo también debo de ser un botarate, porque me pasa lo mismo. Lo que más me gusta de lo que vivo es contarlo.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (26 de abril de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de noviembre de 2017.
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