No he visto Gran Hermano. He oído hablar mucho del programa, claro, pero nada de lo que he escuchado me ha animado a verlo.
Aclaremos conceptos, que se dice ahora: no voy de elitista por la vida. Soy capaz de tragarme con delectación películas de guerra, o de detectives, que todos los buenos aficionados al cine sostienen -y parece que con fundamento- que son horrorosas. Por no hablar ya de las de submarinos: de ésas no me pierdo ni una. Me fascinan. ¿Por qué? No lo sé. (Bueno, me lo imagino, pero prefiero no entrar en intimidades impúdicas).
Si lo de Gran Hermano me deja frío no es por razones de calidad, ya digo, ni por su contribución más o menos decisiva a la causa de la estupidización universal, que ignoro. Lo que me echa para atrás del programa es precisamente lo que sus promotores presentan como su mayor atractivo: espía la vida corriente de gente corriente.
Qué espanto. Llevo ya bastante mal los hechos corrientes de gente corriente que me obliga a afrontar la vida diaria -incluidos los hechos corrientes de mi propia existencia corriente-, como para tener ganas de sentarme en el sofá por la noche para que la televisión me inyecte dosis suplementarias de corrientez. Ni de coña.
Pero los malos tratos que se aceptan de buen grado, o incluso se buscan, no son tortura, sino masoquismo. Allá quien quiera regodearse con los detalles de la subsistencia de otros teóricos seres civiles y humanos, que diría el poeta. Yo me niego, pero no veo a cuento de qué debería reclamar que se les prohíba.
Da igual: ya tenemos montada otra campaña biempensante más, que reclama que Gran Hermano sea retirado de la programación.
Qué manía de prohibir tiene el personal.
Es una tendencia muy unida al papanatismo fetichista que rodea el mundo de la televisión. ¿Han oído ustedes alguna vez que alguien haya pretendido que se suprima algún programa de radio? Quien pilla uno que le cae mal, se busca otro y, si no se topa en el dial con ninguno de su agrado, apaga el receptor y se queda tan ancho. Pero la tele es diferente: excita el ánimo censor de la mayoría.
En el fondo de cada aspirante a inquisidor televisivo se encuentra un optimista incurable. Cree que la prohibición de un programa espantoso va a permitir la emisión de otro mejor. La experiencia enseña más bien lo contrario: a nada que te descuidas, todo tiende naturalmente a empeorar.
Por mí, que siga Gran Hermano, y que su audiencia lo disfrute con salud. Siempre que otras cadenas no dejen de emitir películas de bandidos y de detectives. Y de guerras, y de submarinos. Lejanas, lo más lejanas que quepa de la vida corriente de la gente corriente.
Javier Ortiz. El Mundo (3 de mayo de 2000). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de mayo de 2012.
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