En la línea marcada por el principio general que fue banderín de enganche para la victoria del PSOE en 1982 -«Vamos a dejar este país que no lo reconocerá ni la madre que lo parió», Felipe González hacía a la sazón un retrato sardónico del funcionario hispánico especializado en la hábil utilización del llamado «truco de la chaqueta». Contaré en qué consiste, por si su contacto con el género ha sido escaso: nuestro buen funcionario aparece en la dependencia ministerial por la mañana, pone la chaqueta en su silla y, acto seguido, se larga a hacer cualquier otra cosa o, mejor aún, a no hacer nada en absoluto. ¿Que alguien pregunta por él? Siempre hay un compañero solidario -hoy por ti, mañana por mí- que replica al instante: «Debe de estar en otro departamento, porque tiene aquí la chaqueta».
González contaba esto, ya les digo, y a continuación exclamaba: «iEsto se va a acabar!». Entonces, el auditorio -en el que, por supuesto, había no pocos aplicados chaquetistas ministeriales- reía y aplaudía arrobado.
Eso era -ya les digo- en 1982.
Han pasado más de nueve años.
En algunas dependencias oficiales, el panorama no sólo lo reconoce la madre que lo parió, sino incluso la bisabuela que parió a la abuela de la madre que lo parió. Yo mismo he conocido algunas dependencias ministeriales -dependientes del Ministerio de Trabajo, para más sarcasmo- que encajarían sin el menor problema en el Vuelva usted mañana de Larra. El «truco de la chaqueta» se ha visto mejorado, eso sí, con innovadoras aportaciones pícaro-tecnológicas que permiten obviar los relojes que algún ingenuo colocó para controlar las horas de entrada y de salida del personal. En plena hegemonía socialista, tenemos funcionarios ministeriales que se las arreglan hasta para tener dos empleos con el mismo horario. Otros venden enciclopedias, se han vuelto expertísimos crucigramistas múltiples, logran jugar inacabables partidas de tute o le hacen diario hueco en la pensión de la esquina a sus añejos amores clandestinos.
Los hubo que interrumpieron estas prácticas por un breve tiempo: el que tardaron en darse cuenta de que no valía la pena que cambiaran ellos, porque, nada iba a cambiar.
Javier Ortiz. El Mundo (20 de diciembre de 1991). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de diciembre de 2012.
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