Decían de Napoleón sus contemporáneos críticos que era un loco que se creía Napoleón. De Aznar se dirá que fue un mediocre que se olvidó de que no era más que Aznar.
Hubo un día indeterminado, allá por 1996, en el que Aznar se miró en el espejo y ya no vio a Aznar, sino a un brillante estadista de talla mundial que se disponía a entrar en el libro de honor de la Historia en virtud de la brillantez de sus movimientos estratégicos.
Los dos principales se le han unido amargamente en sus últimos días como jefe de Gobierno.
El primero le llevó a recuperar «la idea de España» de la vieja derecha española, declarando la guerra a las tendencias centrífugas -levemente federalizantes, en realidad- surgidas durante la Transición. Su negativa cerrada a buscar una solución dialogante al conflicto vasco es sólo un aspecto -todo lo importante que se quiera, pero sólo uno- de esa decisión estratégica. El resultado de tal apuesta ha sido un envenenamiento progresivo de las relaciones entre los diferentes pueblos que tratamos de convivir bajo la autoridad del Estado español. Nunca como hoy Cataluña y Euskadi se habían visto más alejadas del resto de España en el punto más delicado y más frágil: en el de los afectos.
La otra gran decisión estratégica de Aznar fue convertir al Estado español en fiel servidor de los intereses de los EEUU en Europa. A cualquier precio. Incluso al precio de arruinar las relaciones de España con los dos grandes pilares de la construcción europea: Francia y Alemania. Convencido de que su visión de estadista le daba una perspectiva que los demás no teníamos, llegó a la conclusión de que los EEUU iban a resultar indiscutibles vencedores en todas y cada una de las sucesivas contiendas en las que se metían, y que quien les secundara en su carrera hacia el control del mundo entero saldría inevitablemente beneficiado. En esa línea, la decisión más trascendente que hubo de afrontar fue la de convertir a España en promotora de la guerra de Irak. Y la tomó, aun a costa de instalarse en un cenagal de mentiras y de trampas.
Sus dos grandes apuestas han sido dos enormes fiascos. Deja el Gobierno sin haber aportado ninguna solución a la violencia política -prometió que acabaría con ETA en seis años, y a la vista están los resultados- y con España convulsa por las muy trágicas pero nada sorprendentes consecuencias de su participación en la guerra de Irak.
Cuando hubo de justificarse por haber promocionado esa guerra apelando a unas armas de destrucción masiva que no existían, Aznar dijo que, con armas de destrucción masiva o sin ellas, lo innegable es que tras la caída del régimen de Sadam Husein «vivimos en un mundo más seguro». Alguien debería preguntarle ahora, tras los 200 muertos de Madrid, si es éste su mundo «más seguro».
Su responsabilidad en la matanza del 11-M es total. No cabe azuzar a la fiera y pretenderse ajeno a sus zarpazos.
Pero, liquidado ya su capítulo, tampoco cabe desconocer el gravísimo problema que tiene una población que condena muy mayoritariamente una guerra, que constata luego que esa guerra ha causado decenas de miles de muertos y que acaba dejando el asunto a beneficio de inventario, votando mayoritariamente a uno de los culpables de la guerra.
Si hubiéramos llorado con más sinceridad por las víctimas iraquíes, ahora no tendríamos que llorar por las nuestras.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (14 de marzo de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de mayo de 2017.
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