La estremecedora situación que padecen los pueblos de la ex Federación Yugoslava (ex, que no antigua: la invención de Yugoslavia es bien moderna) está sirviendo entre nosotros de argumento prét-á-porter para criticar la eclosión reivindicativa de las nacionalidades europeas sin Estado y, más en concreto -y más interesadamente-, para sembrar la desconfianza hacia nuestros nacionalismos periféricos. «Ahí tenéis a qué conduce la locura nacionalista», sentencian, mirando de reojo hacia Cataluña y Euskadi.
Extraña actitud. Porque si en los Balcanes hay una guerra espantosa no es debido a que tales o cuales nacionalidades minoritarias hayan reclamado sus derechos, sino a que los dirigentes serbios, líderes de la nacionalidad predominante en el anterior Estado yugoslavo, se han negado a reconocer esos derechos y, amparándose en la existencia de «bolsas» de población serbia en Croacia y Bosnia, se han lanzado a una guerra de rapiña.
Por supuesto que el problema es más complejo. Pero, simplificación por simplificación, ésta se atiene mejor a los hechos, conformes con la experiencia histórica: las más espantosas carnicerías no las han provocado nunca pequeños pueblos en rebelión contra grandes Estados; las locuras nacionalistas más atroces han sido obra casi siempre de poderosos Estados que se negaban a dejar de serlo o que quierían serlo todavía más. Así que, puestos a sacar lecciones de uso tópico a partir del caso yugoslavo, mejor será que empecemos por desconfiar, no de las demandas de las minorías nacionales, sino de quienes las vituperan en nombre de la «sagrada unidad» de tal o cual «patria». O sea, de los aspirantes a serbios.
También entre nosotros los hay, y no pocos. De hecho, ya estamos topándonos con más de uno que razona «a la serbia». Lo demuestran cuando tratan de dirigir las lecciones de la desgraciada experiencia yugoslava exclusivamente hacia Cataluña y Euskadi. Siguiendo su lógica, la culpa de lo que pasa en Bosnia habría que achacársela a los propios bosnios: si se hubieran estado calladitos y resignados al predominio ajeno, los serbios no hubieran tenido que masacrarlos.
La gran lección que nos proporciona lo que está ocurriendo en la desmembrada Yugoslavia apunta en realidad en sentido contrario. Demuestra que lo mejor que pueden hacer los Estados en los que coexisten varios pueblos de marcada personalidad es asentarse sobre relaciones libres e iguales. Que despreciar o desconocer los derechos de las minorías nacionales puede ser nefasto. Y que si la mayoría de un pueblo no quiere formar parte de un determinado Estado, lo más sensato es admitir que se separe de él en paz y concordia.
Pero me temo que ésa sea una lección tan costosa como inútil: sólo la entienden quienes ya se la sabían de antemano.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de agosto de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de agosto de 2012.
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