Se le seguía calificando sistemáticamente de neogaullista, pero parecía casi un apelativo ritual. Como quien llama neoliberalismo al modo en que mandan hoy en día los gobernantes de casi todos los países y que tiene tanto que ver con el genuino liberalismo político como un huevo con una castaña. O como quien llama socialistas a los Blair y compañía: porque son formalmente herederos de quienes llevaron el nombre con propiedad.
Lo de Jacques Chirac se ha demostrado diferente. Su reacción frente a la actitud impositiva de Bush ha recordado realmente el estilo del gaullismo cuyo legado se atribuye. Los más viejos del lugar hemos reconocido de inmediato el nacionalismo orgulloso del viejo Charles de Gaulle, que nunca admitió los intentos de la Casa Blanca de suplantar al Elíseo. «Los Estados Unidos son una gran nación con un poder inmenso. Francia no tiene tanto poder, pero es una nación tan importante como la que más, y nunca permitirá que nadie la trate con menosprecio o intente colocarla en un lugar secundario»: ése fue el sentimiento que inspiró buena parte de los actos del general en la arena internacional. En nombre de «la grandeza de Francia» dedicó no pocos esfuerzos a construir un tercer polo de referencia y de poder entre Washington y Moscú en la época en que la pugna entre las dos superpotencias militares lo condicionaba todo.
La izquierda europea, unánime a la hora de repudiar la política interior radicalmente procapitalista del grand Charles, se mostró dividida ante su política exterior. La parte de la izquierda que no rendía culto de incondicionalidad a Moscú -en cuyas filas se encontraba este servidor de ustedes- se vio obligada a hacer complicados dibujos argumentales para tomar posición ante las vías que elegía el inquilino del palacio del Elíseo para hacer notar a las dos superpotencias su calidad de tercero en discordia. Muy en particular, ante los esfuerzos que destinó a dotar a la República Francesa de una force de frappe, esto es -y por decirlo sin eufemismos- de un poder nuclear que obligara a los demás a tomársela muy en serio. Estábamos en contra del armamento nuclear y de las pruebas que Francia realizaba para perfeccionar el suyo pero, a la vez, nos rebelábamos contra los intentos de soviéticos y norteamericanos de convertir el club nuclear en una sociedad de sólo dos miembros. No era fácil de explicar nuestra aparente ambigüedad ante el nacionalismo francés y hacia su empeño en ejercer de gran potencia. No lo era; puedo certificarlo.
Ahora vuelvo a experimentar esa sensación contradictoria ante la política exterior francesa. No tengo la más mínima duda de que Chirac es un reaccionario de tomo y lomo que está desmontando el amplio entramado de conquistas sociales que el pueblo francés logró ir tejiendo tras la II Guerra Mundial y, muy especialmente, tras las revueltas de 1968. Pero me merece respeto la energía con que se ha plantado ante Bush y le ha dicho, sobre poco más o menos: «No pienso dejarte actuar como si fueras el dueño del mundo», y no he podido dejar de mirar con simpatía la imperturbabilidad con la que ha soportado las nada diplomáticas amenazas de Washington.
Chirac es un francés nacionalista que se comporta como tal también de puertas afuera. Aznar, en cambio, es un nacionalista carpetovetónico que sólo demuestra su nacionalismo de puertas adentro, dedicándose a hacer la puñeta a quienes no encajan en su retrato-robot del buen español. De cara al exterior, cuando no es un lacayo de Bruselas es un lacayo de Washington.
Con Aznar, desde luego, no hay posibilidad de experimentar ninguna clase de sentimiento ambiguo.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (11 de marzo de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de marzo de 2017.
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