Me sucede de vez en cuando que remato un escrito convencido de que he acertado más o menos a explicar la idea que me rondaba y que, al cabo de algún tiempo, me lo comenta alguien y descubro que no sólo no había conseguido explicarle bien le lo que pretendía, sino que le había dado a entender algo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza.
El otro día escribí un apunte del natural en el que contaba una conversación entre un padre y una hija a propósito de un pueblo llamado La Font de la Figuera, cerca de Xàtiva, en la comarca valenciana del Xuquer. Y he recibido dos cartas de dos lectores que lo que han entendido es que yo considero que traducir al castellano los nombres vascos, catalanes o gallegos de unas u otras poblaciones es dar muestra de un inaceptable nacionalismo español. Incluso si uno está hablando en castellano.
La verdad es que no sólo no defiendo semejante posición -de hecho yo mismo suelo utilizar con frecuencia la vieja denominación castellana de algunas poblaciones-, sino que ni siquiera quería hablar de ese asunto.
Lo que trataba de caricaturizar reproduciendo el diálogo de la niña y el padre es la actitud, común a muchísima gente, que tiende espontánea e inconscientemente a considerar que su manera de ver, interpretar y mentar las realidades es la buena: la que expresa su esencia misma. Quise reflejar -sin mucho éxito, al parecer- ese particularismo primario y no demasiado culto que llevaba a los latinos a utilizar un único adjetivo (barbarus) para referirse a lo extranjero y, a la vez, a lo hostil, a lo cruel y a lo salvaje. No muy diferente del que ha llevado a algunos idiomas a dar el mismo nombre colectivo a todos los demás idiomas, como si lo que mejor los caracterizara fuera no ser el idioma por antonomasia, o sea, el idioma. ¿Nacionalismo? Sólo en la medida en que los nacionalismos dominantes suelen dar por hecho que si lo propio es dominante, en el ámbito que sea, es porque es lo lógico, lo natural, lo más adecuado.
Hablo de la lengua, pero la actitud a la que me refiero no se expresa sólo en el lenguaje: abarca a todos los instrumentos de interpretación del mundo. Muchísima gente -la inmensa mayoría, me temo- no relativiza su visión de la realidad, admitiendo que es sólo una de las posibles y dando por hecho que su comprensión está condicionada, e incluso determinada, por la posición que ocupa con respecto al fenómeno de que se trate. Relativizarse uno mismo y relativizar el valor de lo propio es probablemente uno de los ejercicios más dificultosos que podemos afrontar los humanos. También, eso sí, de los más interesantes y más productivos desde el punto de vista intelectual.
Pero para mí que este grupo de ideas no es de los que pueden explicarse echando mano rápida del relato de una breve charla de bar.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (16 de noviembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de noviembre de 2017.
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