El matador dedicó la muerte del bicho a Gabriel García Márquez. Le dijo que había aprendido a leer «con su libro». No precisó a qué libro en concreto se refería, pero todo el mundo dio por hecho que era Cien años de soledad, y eso congratuló mucho a la afición, porque a la afición le gusta que los toreros sean gente de cultura. Y si no se conforman con ser gente de cultura, sino que además son admiradores de García Márquez, que es amigo de Fidel, y de Felipe, pues miel sobre hojuelas, porque eso revalida la conocida tesis de que la tauromaquia, amén de ser arte, también puede servir de deleite para humanistas. Lo que explica que Canal Plus se vuelque con la feria de San Isidro y que El País y El Mundo, en feliz e insólita coincidencia, le dediquen páginas y páginas de admiración, para fastidio de los remilgados que ven la fiesta como un espectáculo degradante.
Que es como la veo yo.
No me cuento entre los que se oponen a la tauromaquia porque les apena la suerte de los toros de lidia. Cualquiera que haya pasado alguna vez por un matadero sabe que el destino final fatal de las demás reses no es, desde luego, ni mejor ni más estético.
Me hago cargo también de que, de no existir las corridas, nadie daría ni un duro para asegurar la supervivencia de los toros bravos.
Es más: doy por hecho que el buen aficionado siente por el toro de lidia mucho más amor que yo (lo que tampoco es muy difícil, a decir verdad).
Comparto aún menos la crítica de quienes reprochan a los taurinos «gozar con el dolor de un animal». Sé que el verdadero aficionado no disfruta en absoluto con el dolor del bicho. No acude al coso para nada que tenga que ver con la crueldad, y así lo suele demostrar vituperando a los individuos que confunden la pica con la Black & Decker y, retrepados sobre un jamelgo acorazado, barrenan a los bichos hasta dejarlos inválidos.
El buen aficionado no piensa en la sangre del toro. Piensa en el arte. Hace abstracción del dolor.
Y eso es, precisamente, lo que considero degradante.
Ustedes han visto películas «de romanos». ¿Creen que la gente que acudía al circo disfrutaba viendo a los gladiadores herirse y matarse? No, por Dios: lo que apreciaba era cómo exhibían su dominio de las armas y el valor que demostraban sobre la arena. Los ciudadanos de la Roma Imperial también hacían abstracción del dolor.
Pregunten a los aficionados al boxeo. Les explicarán que lamentan que los púgiles se hagan daño. Y son sinceros. Se exasperan cuando sube al ring un tarugo que reparte puñetazos sin ton ni son. Aprecian la esgrima, la astucia. Ellos también hacen abstracción del dolor.
Los anti-taurinos al uso suelen presentar la tauromaquia como un cruel atavismo local. Para mí, por el contrario, la llamada «fiesta nacional» es tan sólo otra prueba más de la universal aptitud humana para hacer abstracción de la pena extraña. Para no pensar siquiera en cuán a menudo el disfrute propio necesita del dolor ajeno.
Lo que vale para la tauromaquia. Y también para la Economía.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de mayo de 1996). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de mayo de 2012.
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