Un arqueólogo israelí de mucho prestigio, del que no había oído hablar en mi vida -lo cual no quiere decir nada, porque la arqueología nunca ha estado entre mis pasiones-, ha montado una zapatiesta de aquí te espero al comunicar a sus conciudadanos que, según sus investigaciones, la mayor parte de los hitos relatados en las Sagradas Escrituras nunca sucedieron. Ni el éxodo de Egipto, ni las 12 tribus de los hijos de Jacob, ni casi nada.
Uno, que es de natural tirando a escéptico, ya se barruntaba que había algo que no acababa de encajar en todo eso de la separación de las aguas del Nilo y las zarzas que se ponían a arder para dar recados divinos, por no hablar de la triste historia de la pobre Lot, patrona de los retrovisores, tan salada (ella, no la historia). Pero, claro, si viene un reputado arqueólogo y asegura que los sucesos en cuestión no sólo son inverosímiles, sino además también falsos, pues se entiende que no pocos miembros de la grey hebrea se hayan quedado un tanto desconcertados.
Nunca he sido antisemita, y menos antijudío -hay tal mezcolanza de sangre en mis venas que seguro que me toca también algo de la suya, y bienvenida sea-, pero reconozco que el Estado de Israel es de los que más profunda grima me producen. No es bueno estar tan fanáticamente convencido de que se tiene toda la razón. Y menos cuando no se tiene.
Un pueblo que se cree elegido por la divinidad comete el peor error: fiar en un dios que prefiere a un pueblo sobre los demás, es decir, en un dios contrario a los derechos humanos. No soy hostil a las creencias religiosas -me consta que es muy duro aceptar que nuestra existencia no tiene más sentido que el que nosotros mismos acertemos a darle-, pero me opongo por principio a todas las doctrinas que se asientan en principios discriminatorios. Es el caso del sionismo. No olvido que España también fue repartiendo mandobles en nombre de un dios que se suponía que le otorgaba favores especiales. Pero, por lo menos, fue hace mucho. Israel lo sigue haciendo ahora mismo.
Por eso me irrita el trato de favor que Europa concede a Israel. ¿A cuento de qué los países europeos han hecho a ese estado un hueco en las competiciones europeas de toda suerte, desde el engendro hortero-musical de Eurovisión a los campeonatos de fútbol y otros deportes? ¿Qué tiene Israel de europea? Que compita en la zona geográfica en la que se encuentra, como todo pichichi.
«Es que en su vecindario no la quieren», dicen sus valedores. Ya. ¿Y no será ése un justo castigo por sus pecados?
Javier Ortiz. El Mundo (30 de octubre de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de octubre de 2010.
Comentar