En vísperas de la Revolución de 1917, Lenin, acusado de pretender un levantamiento armado contra el Gobierno de Rusia, se escondió en Finlandia para evitar su detención. El aislamiento le dio ocasión de redactar un texto que no logró terminar. Llevaba por título El Estado y la Revolución. Era el fruto de sus últimas reflexiones sobre el cambio de sociedad al que él aspiraba.
El conjunto del folleto partía de una idea que Lenin retomaba de ciertos textos de Marx y Engels: los comunistas, decía, «no pueden limitarse a conquistar el poder del Estado y ponerlo al servicio de sus propios fines»; deben «destruirlo», «hacerlo añicos», para levantar sobre sus ruinas «un Poder de nuevo tipo». Y ello por una razón esencial: un aparato de Estado modelado expresamente para asegurar el sistema de privilegios de una minoría y mantener a raya a la mayoría no es reconvertible a la función contraria. En consecuencia, si se desea una transformación revolucionaria de la sociedad hay que empezar por «destruir el Estado», edificando sobre sus ruinas unos órganos de Poder que sea expresión del verdadero predominio de la mayoría sobre la minoría.
Basta con repasar las páginas de El Estado y la Revolución para cerciorarse de que Lenin no estaba haciendo agitación demagógica circunstancial: por el contrario, estaba exponiendo un ideal, próximo del anarquista, del que se había persuadido poco a poco y no sin esfuerzo. De hecho, escasos años antes había tenido una más que agria polémica con Nikolai Bujarin al respecto, zahiriéndole por defender tesis semejantes a las que ahora él mismo abrazaba.
En octubre de 1917 los bolcheviques realizaron un golpe de mano que les permitió hacerse con el gobierno de Rusia.
Se habla de «la Revolución de Octubre» y casi todo el mundo imagina, ayudado por las bellas imágenes de Serguei Eisenstein, que fue algo muy aparatoso.
En realidad, se trató de una acción revolucionaria de escasa envergadura. Hacerse con el gobierno les resultó relativamente fácil a los bolcheviques: el ejecutivo en funciones, incapaz de resolver los problemas de la participación de Rusia en la I Gran Guerra y de asegurar el alimento de la población, se hallaba muy debilitado y carecía de verdaderos apoyos.
Pero, pese a haber tomado el gobierno, el poder real de los bolcheviques en 1917 era muy limitado. Contaban con una organización bastante débil: débil desde un, punto de vista cuantitativo, puesto que apenas sumaba unas pocas decenas de miles de miembros -una gota de agua en la marea humana del imperio ruso-, y débil también desde el ángulo cualitativo, dado que la gran mayoría de sus militantes había ingresado en sus filas en los nueve últimos meses y apenas tenían experiencia política.
Lenin, que había asegurado que el acto supremo y definitorio de la revolución es la destrucción del Estado anterior, se encontró con que carecía de fuerzas para llevar a término esa tarea.
Para empezar, ni siquiera contaba con efectivos humanos en cantidad suficiente como para levantar un aparato de Poder propio y exclusivo.
Añádase que solo una proporción ínfima de sus militantes poseían la capacitación cultural y técnica necesaria para ocupar los muchos cargos que, amén de preparación política, requerían competencia profesional.
Además de que eran pocos y mal preparados, tampoco cabía convertir a todos los bolcheviques en funcionarios: necesitaban que siguieran haciendo su vida civil, para asegurar la relación del partido con «las masas».
En fin, enseguida se inició la intervención militar extranjera y la nueva guerra, con lo que miles de bolcheviques hubieron de acudir al frente para atender las tareas militares más acuciantes.
Todo lo cual hubiera tenido importancia en cualquier sociedad, pero la cobraba aún más en Rusia, por la particular importancia que en aquellos lares tenía el Estado.
En tanto el desarrollo de la industria, el comercio y las comunicaciones habían ido creando en el conjunto de los Estados de Europa un entramado de homogenización de sus poblaciones, el Imperio ruso seguía sin tener otro factor decisivo de unificación que no fuera el propio aparato de su Estado.
Era el Estado el pilar de la unidad del Imperio; era el Estado el que organizaba la vida de las comunidades agrarias; era el Estado el que tomaba en sus manos el impulso de la incipiente industria... Rusia no poseía una «sociedad civil», en el sentido moderno del término. La burocracia del Estado, hiperdesarrollada, mastodóntica, era el factor clave de organización de la economía, de la vida social, religiosa, cultural.
Desde el comienzo de su mandato, los bolcheviques se encontraron en la más flagrante de las contradicciones.
De un lado, se suponía que su finalidad como partido político era la de destruir el Estado anterior, dirigir el ascenso del proletariado al Poder y avanzar cuanto antes hacia el logro de una sociedad sin clases.
Pero, del otro lado, se encontraban con que:
a) Si bien contaban con el apoyo de una parte importante de la población, ésta no les sostenía para que realizaran un programa revolucionario de orientación comunista, sino para que trajeran la paz, repartieran la tierra entre los campesinos y aseguraran el abastecimiento de alimentos, según habían prometido ellos mismos;
b) No podían asegurar «el Poder de la clase obrera» porque ésta, que ya era escasa en número en 1917 -el capitalismo seguía siendo allí un fenómeno casi incipiente-, salió definitivamente debilitada de la guerra civil: la parte políticamente más radical del proletariado industrial soviético acudió al frente de guerra, en donde sufrió terribles bajas, y otra parte, cuantitativamente decisiva, abandonó las ciudades desabastecidas para regresar al campo, del que no hacía tanto había emigrado;
y c) No podían destruir el Estado, porque no tenían los medios necesarios para poner en pie otro que lo sustituyera en sus funciones.
Lo que ocurrió entonces es que, dicho abreviadamente, fracasó la revolución socialista pretendida. No hubo tal. Y ello, en realidad, porque era imposible.
Son muchos los discursos y escritos de los últimos años de Lenin que revelan el drama íntimo que le provocaba la conciencia de no poder actuar en la dirección en que le empujaban sus convicciones y verse en la obligación de traicionarlas para conseguir lo que poco a poco se convirtió en la exigencia fundamental: mantenerse en el Poder. Este conflicto desgarrador no solo le acompañó hasta la tumba; probablemente también le ayudó a ir a ella.
La primera y más dramática renuncia de los bolcheviques fue la que les condujo a contemporizar y aceptar el mantenimiento de todo el «ejército» de servidores del Estado zarista (burócratas, ingenieros, técnicos, administradores locales, «cuadros» de la industria y el comercio, etc.) que debían encargarse de hacer que la «máquina» estatal funcionara.
No solo admitieron que siguieran, sino que, para ganarse su fidelidad, aceptaron mantener, e incluso acrecentar sus privilegios sociales.
Los «reconvertidos», por su parte, pasaron de una actitud inicial de rechazo hacia los comunistas a asimilar que los métodos de ordeno y mando que éstos aportaban, pletóricos de energía, les eran particularmente útiles para cumplir sus funciones. Un puñado de años después, ellos mismos optaron por pedir en masa su propio ingreso en el Partido Comunista.
Este dejó de ser una organización integrada básicamente por revolucionarios idealistas para irse convirtiendo poco a poco en la estructura de la nueva casta dominante.
En las filas de la «vieja guardia» bolchevique existían, desde tiempo atrás, dos bandos, dos estilos -dos «sensibilidades», como dicen ahora los cursis- de perfiles difusos.
«Los emigrados» -llamados así porque casi todos ellos hubieron de tomar durante el zarismo el camino del exilio- eran por lo general intelectuales de sólida formación política y humanística. Su trayectoria personal, ligada al movimiento revolucionario internacional, les daba una visión amplia de los acontecimientos: no pensaban «en ruso», sino «en comunista»; despreciaban el nacionalismo granruso y la estrechez nacional; soñaban con la revolución mundial. En este campo hay que situar a Lenin, sin duda, y también a Trotski, Bujarin o Kollontai, por diferentes que fueran entre sí.
En el otro bando se situaban aquellos a los que, medio en serio medio en broma, se les llamaba «los prácticos» o «los rusos». Estos, que en su mayoría pudieron (o debieron, por culpa del destierro) quedarse en Rusia durante los años pre-revolucionarios, mostraban escaso interés en la vertiente internacional de su acción. Acostumbrados al duro y difícil trabajo militante de todos los días, tampoco se mostraban muy dados a las fantasías ideológicas. Su principal representante resultó ser Josif Djugashvili, llamado Stalin. «Sergo» Ordjonikitze y el incombustible Molotov actuaron como sus lugartenientes.
Desde los primeros momentos de la revolución, sobre Stalin fueron a recaer algunas responsabilidades oscuras pero fundamentales. Como cabeza de la Inspección Obrera y Campesina, dirigió la labor de «reconversión» del viejo aparato del Estado de supervisión de los nuevos órganos de Poder. Como secretario del Comité Central, recayó sobre él la tarea de marcar los criterios de selección de nuevos miembros. El y sus «prácticos» encontraron pronto un buen terreno de entendimiento con muchos de los servidores del anterior Imperio zarista: el del «patriotismo» ruso basado en el bienestar de su burocracia.
Mientras «los emigrados» polemizaban sobre las posibilidades de la revolución, «los rusos» se iban adueñando de ella sin alharacas. Poco antes de su muerte, Lenin dio la voz de alarma: «Stalin ha acumulado en sus manos un poder inmenso» (Carta al Congreso). Se enfrentó a él precisamente por el problema de las nacionalidades, le acusó de chovinista granruso y de burócrata. Era ya tarde, y tampoco había una solución de recambio viable.
Lenin, un revolucionario auténtico, se engañó a sí mismo a la hora de la revolución. Llamó «poder de la clase obrera» a lo que no era sino la dictadura de un partido revolucionario progresivamente desnaturalizado. Trágicamente, ese error fue su único éxito duradero: hasta hoy la URSS y todo el mundo han seguido sirviéndose de esa terminología engañosa, llamando «comunismo» a lo que no ha sido sino una aparatosa y singularísima transformación del viejo eterno Estado ruso.
La gran derrota de Lenin no se ha producido ahora, con el derrumbamiento de sus estatuas. La definitiva derrota de Lenin se produjo todavía en vida de él mismo, cuando su programa socialista imposible chocó con la dura realidad, abriendo así el camino para que los «realistas» y ambiciosos se hicieran dueños del Poder.
Su mujer, Nadejna Krupskaia, se escandalizó cuando el cadáver de Lenin fue embalsamado y puesto en un mausoleo. Lenin odiaba el culto de los dirigentes. De todos en general y de él en particular. Los ciudadanos soviéticos que han derribado sus estatuas le han hecho sin querer un favor póstumo.
Y es que las estatuas que erigió Stalin eran todas ellas, con independencia del personaje que reflejaran, estatuas de Stalin.
Javier Ortiz. El Mundo (10 de septiembre de 1991). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de septiembre de 2011.
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