Ayer escuché al responsable del acto inaugural de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El hombre está exultante. Y no le faltan motivos: todo pichichi se dice encantado con la ceremonia. El uno resalta la belleza y espectacularidad del número de La Fura, el otro se queda con la emoción del disparo del arquero, el de más allá se manifiesta encandilado por el medley operístico y el beethovenazo final... Por haber, hasta ha habido quien ha alabado la fina diplomacia de la que, a su juicio, hicieron gala los discurseantes. Casi todos los medios de comunicación del mundo han dicho amén. «Nos ha devuelto el orgullo de ser españoles», glosó el lunes un comentarista radiofónico. Ahí es nada.
Yo vi la ceremonia intermitentemente, pero lo que vi distó de complacerme. Lo de La Fura me pareció de un simbolismo ramplón, el tiro del arquero no me emocionó lo más mínimo porque sabía que tenía truco, la selección de números de ópera me resultó manida y me dio la sensación de estar realizada en play back -aunque no logré aclararme gran cosa, porque TVE consiguió que el ruido ambiental fuera casi superior al que hacían la orquesta y los cantantes juntos y los discursos oficiales los encontré como todos los discursos oficiales, esto es, ramplones y aburridos, aunque, eso sí, giratorios. En fin, lo de acallar las bellas notas finales de la Novena con un estruendo de tracas y fuegos de artificio me pareció un abominable crimen de lesa sinfonía. A decir verdad, sólo al desfile de las delegaciones del Tercer Mundo le encontré un aspecto positivo: al menos servía para que más de un zote eurocentrista aprendiera geografía.
¿Soy injusto? ¿Es posible que me sentara a ver el acto cargado de prejuicios, animado a encontrarle todos los defectos, a imaginarlos incluso? No sólo es posible; es seguro. Pero la culpa no es mía. Yo estaba dispuesto a contemplar la ceremonia olímpica como si de cualquier Festival de la OTI se tratara. Sin embargo, fueron tantos los que en vísperas del acontecimiento se empeñaron en repetir que los Juegos Olímpicos son algo que hemos «hecho entre todos» y «pagado entre todos» que acabé por mirar la cosa desde ese ángulo. Y así, en cada olita de La Fura veía un billete de 5.000 pesetas salido de mi bolsillo, y cada petardo sobre la noche barcelonesa me sonaba como una patada en mi IRPF, y cada palabra giratoria del ahora llamado Joan Antoni me azuzaba el recuerdo de los recién aumentados intereses del préstamo bancario que sufro. ¿Qué necesidad tengo yo de pagar, así sea a escote, todo ese carísimo despliegue? «Es el mayor spot publicitario de un país que se haya realizado jamás», ha sentenciado un complacido columnista. No sé si será el mayor spot. El más caro, seguro. Mal está que te obliguen a financiar sus caprichos. Pero que además te exijan que aplaudas es ya, francamente, muy excesivo.
Javier Ortiz. El Mundo (29 de julio de 1992). Subido a "Desde Jamaica" el 1 de agosto de 2012.
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