Se polemiza en estos días sobre si los jueces y fiscales deberían actuar a partir de ahora teniendo en cuenta las nuevas condiciones políticas nacidas del «alto el fuego permanente» de ETA o si, por el contrario, habrían de desempeñar sus respectivos oficios como se supone –como algunos suponen– que los venían ejerciendo hasta ahora, ajenos a polvo y paja, y hacer como si nada hubiera sucedido ni hubiera de suceder.
Quienes sostienen la primera posición argumentan que aquéllos que tienen el encargo de aplicar la ley no pueden ser insensibles a los estados de ánimo y los anhelos políticos de la mayoría social. A lo cual replican los que respaldan la segunda opción enfatizando que la Justicia ha de ser ciega, como la imagen que la simboliza, y no dejarse influir por consideraciones exteriores a las que figuran negro sobre blanco en los códigos.
En contra de la argumentación de estos últimos, y aplicando su propia lógica –que me apresuro a precisar que no es la mía, que hace tiempo que no me chupo el dedo–, conviene señalar el abundante recurso que tanto los legisladores como los jueces y fiscales han venido haciendo en España de la circunstancia que llaman de «alarma social».
Tomarla en cuenta es, a todas luces, un reconocimiento de la influencia que tienen en su labor los estados de opinión generales.
La tal «alarma social» ha servido en numerosas ocasiones para justificar la aprobación de leyes y la adopción de resoluciones judiciales de carácter extremo. Muy recientemente se ha invocado para alterar –por una vía sumamente irregular, todo sea dicho– la legislación relativa al cumplimiento de las penas de cárcel de los miembros de ETA, empezando por Unai Parot. Se suponía que había que hacer algo, y hacerlo urgentemente, para atender «la alarma social» producida por la noticia de que Parot podía salir en libertad en 3070, y no en 4010, o sea, nunca. Semejante escándalo merecía un cambio inmediato y retroactivo de la ley, para que la población amante de la ley y el orden no volviera a apuntarse –convenientemente aleccionada, por supuesto– a la conocida tesis, muy popular en los taxis de Madrid, de que los delincuentes «entran por una puerta y salen por la otra».
No se me alcanza por qué habría de ser correcto invocar el estado de ánimo de la ciudadanía para justificar la severidad, pero no la benevolencia. Si el deseo de alcanzar la paz en Euskadi es realmente mayoritario, como empiezan a detectar ya los sondeos de opinión, y si conviene a la consecución de ese deseo una aplicación de la ley lo más apaciguadora y lo menos conflictiva posible, no veo que haya ningún principio insoslayable que lo impida.Si es justo tener en cuenta la alarma social, nada impide considerar, por las mismas razones, la esperanza social.
Háganlo, por favor.
Javier Ortiz. El Mundo (30 de marzo de 2006). Hay también un apunte con el mismo título: La esperanza social.
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