Hace hoy justamente diez años, El Mundo publicó un editorial sobre la muerte de Lola Flores que no me parece ocioso reproducir. Por muchos motivos.
No creo que revele ningún secreto de Estado si digo que aquel editorial fue escrito por quien entonces era jefe de Opinión de ese diario. Es decir, este servidor de ustedes.
Podría decir como César Vallejo: «En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte». El modo en que buena parte de los medios de comunicación y del mundo del espectáculo, con eco popular innegable, se han puesto a llorar la muerte de Lola Flores es fiel reflejo del espíritu que animó la peripecia vital y vitalista de esta artista singular.
En ese sentido, no resulta exagerado decir que el fenómeno se vuelve sociológico.
¿En dónde estaba el «gancho» de Lola Flores? ¿Por qué tantos españoles han experimentado durante años -y muchos siguen experimentando- una tan intensa corriente de simpatía hacia el modo de ser y de expresarse que le eran propios? Sólo hay una posible respuesta: porque era su reflejo. Porque se sentían representados por ella.
Y los representaba muy bien. Lola Flores ha sido durante varias décadas el ajustado retrato de una cierta España. La que sustituye el trabajo cerebral por la improvisación ingeniosa. La que identifica «lo español» con el pastiche folklórico. La que ríe las gracias de la picaresca y se aburre con la ciencia, la industria y la ley. La que comparte con total desenvoltura las mañanas de misa mayor y las noches sin sexto mandamiento. La que abraza la política del «ande yo caliente» y rinde pleitesía a quien está en el Poder, sea quien sea -y si hoy es Franco, pues viva Franco y arriba España, y si mañana es Felipe, pues qué guapo Felipe, y venga la rosa, y el capullo también, y lo que haga falta.
No se trata de restarle méritos. Gentes a su aire ha habido y sigue habiendo legión. Si ella ha estado en la cumbre durante décadas y décadas, pese a sus reconocidas limitaciones artísticas, es sólo porque tenía un nervio y un genio de aquí te espero.
De lo que se trata es de decidir en qué espejos se mira este país. Y el de Lola Flores, dicho sea con todo el respeto que merece su incontrovertible humanidad, debe considerarse ya, decididamente, un espejo retrovisor. La España del siglo XXI no puede seguir regodeándose en su rancio pasado de espíritu burlón y de alma quieta.
La copla, los tablaos y la grasia tienen todo el derecho a continuar su andadura. Pero ya no pueden seguir siendo el símbolo de España. La promesa de modernidad que formularon quienes llegaron al poder en 1982 se ha quedado en las vías del AVE: no ha hecho el recorrido que debía, llegando hasta la estación del espíritu, hasta el alma colectiva.
Que Lola Flores haya podido ser «la Lola de España» igual ahora que hace veinte o treinta años obliga a la reflexión. Por debajo de esta corteza de informática que nos recubre, algo hay que sigue conectándonos con la España eterna. Esa España que, como el sepulcro del Cid, deberíamos cerrar ya de una vez con siete llaves.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (17 de mayo de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de octubre de 2017.
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