Manuel Chaves ha pedido a Jesús Gil que dimita «si le queda algo de dignidad».
Ignoro en qué puede basarse el presidente andaluz para apelar a tan estrafalaria hipótesis. El alcalde marbellí le ha respondido recordándole que, en las democracias, es el electorado el que decide quién ocupa los cargos públicos. Y tiene razón. De Gil y Gil se podrá decir cualquier cosa, pero no que acudiera a las urnas fingiendo ser lo que no es. El intento hubiera sido inútil: su carácter resulta indisimulable. Los marbellíes que le dieron su apoyo sabían perfectamente a qué clase de individuo respaldaban. Otra cosa es que puedan cansarse de él. Eso se verá en la siguiente votación.
Uno de los tópicos más irritantes de la panoplia argumental de los políticos del establishment es ése que pretende que «el electorado es sabio». Acaba de circular la noticia de que Carlos Saúl Menem y su secretario personal montaron una empresa de lavado de dinero negro con sede teórica en Baleares: un tinglado ilegal de miles de millones. Otro que tal baila. ¿Alguien puede pretenderse sorprendido por lo que va sabiéndose del expresidente argentino? Su aspecto inconfundible de mafioso le ha acompañado desde siempre. Cuando fue elegido presidente, su nombre ya había aparecido varias veces mezclado con asuntos de turbiedad supina.
Igual que Yeltsin, de cuyo ascenso al estrellato exsoviético se cumplen ahora 10 años. Por aquí tardamos algún tiempo en conocer sus peculiaridades, pero los rusos sabían de sobra qué clase de personaje era. Sabían que dividía su empleo del tiempo entre el vodka y el nepotismo. Si Boris Yeltsin no acabó en la cárcel fue sólo porque, siguiendo el modelo de la transición española, la clase dirigente rusa optó por cubrir el pasado con un manto de silencio cómplice. Un silencio destinado, en parte, a absolver también a los muchos ciudadanos rusos que lo habían aupado a la cima del Poder con su voto, pese a saber de sobra que no era trigo limpio.
Hay políticos corruptos -muchos- que aciertan a envolverse en un halo de honradez que engaña al común de los ciudadanos. Parecen gente honesta, aunque estén trincando como fieras a escondidas. Su designación tampoco es una prueba de que el electorado sea muy sabio -de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno- pero, por lo menos, es un error parcialmente excusable. Hay otros políticos, en cambio, que presentan su zafiedad y su falta de escrúpulos sin el más mínimo pudor, y a veces también salen elegidos. En ese caso, es imposible respetar la presunción de inocencia de los electores. No son tontos; son cómplices. No mitifiquemos las urnas. La democracia puede producir monstruos, vaya que sí. De hecho, constituye un sistema de elección extremadamente imperfecto. Basta con que los votantes anden flojos de principios. Lo único que salva a la democracia es que los demás sistemas ensayados hasta ahora han resultado todavía peores.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social y El Mundo (18 de agosto de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 31 de mayo de 2017.
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