Para quienes seguimos día a día la actualidad política -o, para ser más preciso, los dichos y los hechos de los políticos profesionales, que la política es mucho más que eso-, los discursos del llamado «debate del Estado de la Nación» presentan un interés sobre todo indirecto. Lo principal suele ser constatar qué trato se conceden los unos a los otros y en relación a qué asuntos, como augurio de las alianzas -circunstanciales o de fondo- y de los distanciamientos que pueden esperarse en el futuro inmediato. Pero no podemos desdeñar tampoco, por supuesto, las consecuencias que tienen como resultado de la impresión que causan en la parte de la ciudadanía que los observa, con mayor o menor atención, con conocimiento más amplio o más limitado de las materias de las que se debate en uno u otro momento (por poner un ejemplo concreto: no me atrevería yo a decir que la gran masa de la audiencia entendiera ayer gran cosa del debate en el que se enzarzaron Zapatero y Rajoy para determinar con precisión qué es y qué no es una licitación).
El grado mayor o menor de aceptación que consiguen despertar los debatientes en ese magma que hoy en día se llama «opinión pública» es importante porque apareja -no de manera automática, pero sí en medida digna de estima- una mayor o menor confianza en aquello que están haciendo, sea desde el Gobierno, sea desde la oposición.
Lo cual siempre es importante, pero mucho más en este momento.
Durante años, tanto el PP como el PSOE han venido presentando como auténticos dogmas de fe -como «cuestiones de Estado»- los planteamientos más inmovilistas en relación con la llamada «cuestión vasca» y, más en general, con la organización territorial del Estado (o, por decirlo echando mano del lenguaje al uso, con «la sagrada unidad de la Patria»). Tanto, de manera tan machacona y con tantos recursos propagandísticos lo han hecho, que la gran mayoría de la población, excepción hecha de las ciudadanías de Euskadi y Cataluña, ha llegado a asumir esos planteamientos como si, efectivamente, fueran las mismísimas Tablas de la Ley, imposibles de discutir y hasta de matizar.
Ahora, Rodríguez Zapatero ha amagado su disposición -amagado su disposición: nada más- a replantearse algo -algo- de todo eso. No ha hecho todavía nada concreto, pero la sola mención de tal posibilidad le sitúa frente al peligro de que buena parte del electorado español, incluyendo el suyo propio, se le lance a la yugular por blasfemo.
Esa reacción es exactamente la que pretendió azuzar ayer Mariano Rajoy con su discurso de tintes apocalípticos y, de modo muy especial -y realmente innoble-, cuando acusó a Zapatero de «traicionar a los muertos».
Una parte de lo que está en juego en el actual «Debate del Estado de la Nación», y no la menos importante, se sitúa en ese problemático terreno. Se trata de ver si Zapatero es capaz de ir rebajando la rigidez ultraespañolista de la política oficial española, a la que el PP y su propio partido tanto han contribuido durante tantos años. O si, a la vista de las dificultades, abandona cualquier ambición de cambio real y se queda en lo que ha hecho hasta ahora, que no es otra cosa que marear la perdiz.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (12 de mayo de 2017). Subido a "Desde Jamaica" el 29 de octubre de 2017.
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