A pocos kilómetros al sur de la ciudad de Valencia se extiende uno de los parajes naturales de mayor riqueza medioambiental, no ya de la península, sino de Europa entera: es el ecosistema que tiene al lago de la Albufera como centro. Víctima de un desarrollo industrial tan fuerte como mal planificado, rodeada de un amplio abanico de núcleos urbanos que utilizan el lago como destino de sus vertidos y sometida a expolios y desconsideraciones sin cuento, la Albufera está hoy en un punto crítico que bien puede calificarse de límite: un poco más allá, el desastre será ya irreversible. Tratando de poner coto a esta situación, la Generalitat Valenciana acaba de declarar al conjunto del ecosistema albufereño Parque Natural. Queda por delante la necesidad de un intenso esfuerzo de recuperación y de reestructuración del conjunto de actividades contaminantes que allí se desarrollan.
De entre todos los colectivos implicados, uno destaca por la urgencia con que reclama la puesta en práctica de las mediadas que el Decreto de Parque Natural anuncia. Hablamos de los pescadores de la Albufera, que tiene en la localidad de El Palmar su centro más importante. HOJA DEL MAR ha visitado la Albufera, ha entrevistado a las diferentes partes concernidas y ha recorrido El Palmar. Una parte de la información recogida da cuerpo al presiente dossier, en cuya redacción han colaborado Juan de Damborenea, José Manuel Montero Llerandi y Javier Ortiz. Antonio Girbés realizó las fotografías.
Hay veces que el agua se torna de un verde oscuro, inquietante. El cielo es entonces gris, y el horizonte se aploma, anunciando la vecina tormenta. Pero aquí no es eso. El agua de la Albufera se ha vuelto intrínsecamente verde, y verde queda aunque el sol brille furioso, y tinta en verde sigue incluso cuando salta al chocar contra la quilla de la barca.
Me acuerdo cuando venía con mi padre – dice el pescador–. Tiraba una perra gorda, y la veíamos caer hasta el fondo, y allí se quedaba brillando. Y decía: «El agua está demasiado transparente. No es buen día para la pesca.»
Ahora no es el verde de la esperanza, aunque haya quien diga que se ha abierto una ventana hacia ella. Es, ese sí, el verde de los billetes (miles, dólares) ambicionados por fabricantes, arroceros, cazadores, dispuestos a teñir de color papel moneda las aguas de esta mar pequeña –así la bautizó algún árabe– vendida por un rey al Ayuntamiento de Valencia en tiempos no tan viejos.
Temps era temps... Hubo un tiempo en que la Albufera se extendía pletórica, y vivía entonces transparente, y peces y gambas cursaban a su antojo, y las cañas y el barro (tampoco era rica en aquel tiempo su ribera, don Vicente) se enseñoreaban del entorno, patria de patos y garzas. Fue luego el turno de los aterraments, y las ciudades de desecho, y las industrias mortales.
A eso le llaman progreso, y sólo hay otra cosa más terrible: que lo fue.
Vaya que sí– asegura don Ramón, el viejo sacerdote de El Palmar–; entonces sí que se pescaba. Pero, como apenas pagaban por la pesca,, la gente era pobre. Ahora que la pagan bien, no se pesca casi nada.
Quizá sea por eso– insinuamos.
No, qué va. Es que todo ha subido mucho.
Ya.
Sólo la llisa ha aguantado bien el tirón venenoso del desarrollo. Las gambas se suicidaron poco a poco, pese al amoroso cuidado de los pescadores, que hasta las besaban antes de devolverlas al lago, si alguna caía en sus redes. Anguilas, pocas quedan: apenas las necesarias para alimentar los platos de all i pebre local. Hay, eso sí, cangrejos del Mississipi, el viejo río hermano de los negros, que alguien trajo de Sevilla y que se reproducen con fervor, para angustia de los arroceros y satisfacción de los pescateros de Madrid, que se los llevan en masa. La Albufera se ha vuelto radicalmente darwiniana, como los tiempos: no sólo hace falta fortaleza para sobrevivir; es necesario también ser capaz de aguantar la corrupción del ambiente.
Decir que está contaminada no es decir nada. Contaminar, también la propia Naturaleza contamina, arrastrando lodos, restos de vegetación, animales muertos. La Albufera sufrió asimismo, a lo largo de los siglos, el impacto terrible de la desecación progresiva del lago, destinada a ampliar la zona de cultivo agrícola, del mismo modo que sus aguas fueron engullendo los desperdicios dejados por una población humana en continuo crecimiento. Fue mucho, pero no definitivo.
Lo peor vino a traerlo nuestro tiempo, y tuvo tres vertientes desiguales, pero confluyentes en su significado de fondo. La primera, el despegue económico, con la aparición en la zona de varios miles de industrias –unas 3.000, según los más cautos– que vierten sus desechos al lago. Algunas de ellas, como las de muebles, envían a las aguas productos particularmente venenosos, que producen efectos devastadores en flora y fauna. La segunda fuente procede de los vertidos urbanos, que hoy en día incluyen materias orgánicas y detergentes muy perjudiciales para el entorno. En fin, en el escalón inferior de la cadena aparecen los productos químicos fitosanitarios utilizados en la agricultura intensiva. Todo ello combinado, la Albufera acabó por transformarse en un verdadero museo de la toxicidad, hasta llegar al punto límite actual, en el que el adjetivo «irreversible» se encuentra al alcance de la mano.
Y los de El Palmar es ahí donde pescan. No sólo ellos, pero sí ellos sobre todo, como integrantes de la más vieja y representativa de las comunidades pesqueras de la Albufera.
Pero situémonos. Empecemos por decir –no es obligatorio saberlo– que estamos hablando de un gran lago de agua dulce asentado a unos 15 kilómetros al sur de la ciudad de Valencia, pegado a la costa mediterránea y separado del mar por una estrecha franja de tierra, dehesa bautizada con el nombre de El Saler. Su longitud y anchura media es de unos seis kilómetros y está rodeada en el resto de su orilla por grandes arrozales. Del lado de la Dehesa, cuyo brazo tiene algo más del kilómetro de anchura media, se junta al mar en tres puntos, en los que se sitúan las compuertas o golas por las que, cuando así se decide, desagua, y a través de las cuales recupera su memoria de vieja bahía.
Hay antiguos relatos, como el del romano Fausto Avieno, que permiten concluir que la Albufera se extendió en tiempos desde el río Turia hasta el Júcar, que desembocaban en ella. Tendría entonces una superficie aproximada de 30.000 hectáreas. Para el siglo XVIII éstas ya se habían reducido a menos de 14.000. Mediado el XIX, quedaban aún algo más de 8.000. A comienzos del XX, los aterraments aceleraron el trabajo desecador, dejando la extensión de lago en 5.000 hectáreas, que en 1903 eran 3.400. A partir de ahí, continuó el recorte progresivo: 3.114 en 1903; 2.950 en 1944... Hasta llegar a las aproximadamente 2.000 hectáreas que suma ahora. El lago tiene una profundidad media, de cerca de un metro.
Y, en medio, El Palmar, que fue en tiempos isla, y que hoy está unido por los aterraments al Saler y el interior, a través de una estrecha carretera de inverosímiles curvas. El Palmar, rodeado de arrozales, como casi único heredero de aquella Comunidad de Pescadores del Lago de Valencia a la que el rey Jaume I otorgó el control de la pesquería local, y que llegó a dar sustento a millar y medio de pescadores. Vino 1927 y el gobierno de la Dictadura puso término al privilegio de los pescadores de El Palmar, que eran hasta entonces los únicos autorizados a pescar con el redolí (puntos fijos de pesca, asignados anualmente por sorteo) en toda la Albufera.
El Palmar pescaba entonces en las aguas del término municipal de Sueca, y en los de Sollana, Silla, Catarroja y Valencia– dice Jaume Ferrer, alcalde pedáneo de El Palmar y presidente de la Comunidad de Pescadores–. Pero salió entonces una ley diciendo que cada término municipal tenía derecho sobre sus aguas. Y luego vino la otra dictadura, y en 1952 nos quitaron aún más espacio. Nos dejaron sin media Albufera.
Jaume Ferrer pertenece a una saga que, hasta lo que la memoria alcanza, ha sido preeminente en El Palmar. Su abuelo fue ya primer jurado (presidente) de la Comunidad de Pescadores. Su padre unió a ese título, obtenido repetidas veces en votación, el de alcalde pedáneo. El padre de este Ferrer era cabecilla blasquista de la localidad y amigo personal del líder político y novelista Vicente Blasco Ibáñez. Él proporcionó a Blasco la mayor parte de la información que permitió escribir la celebérrima Cañas y Barro, cuya acción se desarrolla precisamente en El Palmar. Ahora, por esas cosas de la vida, cuando la gente de El Palmar habla de Cañas y Barro, no lo hace de la novela, sino de la serie de televisión.
En el puerto de Valencia, una sorprendente exposición, montada con gracia y gran despliegue de medios, evoca la vida y la obra de Blasco Ibáñez, y permite reconstruir el ambiente de la Albufera, tal y como era en las primeras décadas del siglo. Pocos motivos se encuentran para mitificar ese pasado: barracas, barro, miseria. Por paradojas del destino, ahora que las artes de los pescadores vuelven casi vacías y el lago corre peligro de muerte, El Palmar se presenta como un pueblo limpio, con casitas sólidas y bien acabadas, y sus habitantes parecen vivir, ya que no con desahogo, sí al menos al ritmo de sus necesidades primeras.
Está, por supuesto, el fruto de esas decenas de restaurantes, todos de nombre obvio («Palmar», «Isla», «Lago», «Albufera», «Cañas y Barro», etcétera), sobre los que cae cada fin de semana una auténtica nube de valencianos, dispuestos a disfrutar de la paella, el all i pebre, el arroz a banda y demás especialidades del lugar. Formica, manteles de papel, más de una uralita en el tejado: olvídense ustedes de las exquisiteces con que se regalan los que han montado su negocio de lujo en la dehesa del Saler, al otro lado de la orilla, a la vera de urbanizaciones turísticas que son una afrenta para la vista y un atentado para el ecosistema. Y está también, cómo no, lo que aportan las 3.000 anegadas de tierra, de las que sale un arroz cuya importancia no parece necesario mentar: lo uno y lo otro permiten completar la economía de este pequeño pueblo de un millar de habitantes, muchos de los cuales siguen saliendo cada nueva temporada a pescar, sea bajo las leyes colectivas del redolí, sea al riesgo del involant, en el que cada cual se las apaña como puede.
La llisa y el cangrejo –éste foráneo, y tal vez problemático para el equilibrio del ecosistema acuático– son los únicos que acompañan a los pescadores en su empecinada lucha contra la degradación del lago. La producción de llisa (múgil) se ha cuadruplicado en un cuarto de siglo, gracias a su resistencia frente a los contaminantes y frente a la disminución de oxígeno en el agua. En ese mismo periodo, las capturas de carpa descendieron desde las 100 toneladas a cero; las de anguila (maresa y pasturenca) de 90 a 11; el llobarro (lubina), de 30 a nada. En las puertas de la Albufera, los pescadores del Perelló y el Perellonet han practicado tradicionalmente la pesca de la angula (de gran calidad por cierto, como lo prueba el hecho de que buena parte de su producción sea encaminada rápidamente... hacia Aguinaga). El descenso de las capturas de angula ha sido también muy notable (tal vez de un 90 por 100, lo que tiene que ver con las pérdidas sufridas por la población de anguilas, de las que las angulas son larvas desarrolladas. Otras especies, como el fartet, el samaruc, el moixó, han desaparecido ya de las aguas de la Albufera.
Todos los estudiosos reconocen que la comunidad pesquera de El Palmar ha sido extremadamente cuidadosa del equilibrio ecológico del lago. Que ha combatido contra la contaminación, la pesca desconsiderada, la caza furtiva. Que llamó la atención sobre los problemas desde el mismo momento en que empezaron a mostrarse. El pescador de El Palmar tiene una mentalidad alejada de la que es norma en los puertos de mar: él es más bien un agricultor de la pesca. Conoce sus límites, los respeta; cuida el medio hasta los mayores extremos.
Ahora vive en la confianza –o quizá, después de tanto desengaño, simplemente en la espera– de que el decreto que ha declarado la Albufera Parque Natural se lleve a la práctica. De que se frene la llegada de tanto veneno a las aguas del lago. De que no se les muera para siempre.
Javier Ortiz. Hoja del Mar, octubre de 1986. Subido a "Desde Jamaica" el 22 de febrero de 2017.
Nota: publicación del Instituto Social de la Marina que ha tenido diversos nombres desde su surgimiento: "Hoja Informativa del Pescador" (1963), posteriormente la "Hoja del Mar" y, actualmente, "Mar". No recordamos quién nos hizo llegar este texto que permanecía escondido en una carpeta de "Pendientes", pero desde aquí le damos las gracias efusivamente.
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