Se dice, y es verdad: Felipe González todavía reina, pero ya no gobierna. Su falta de gobierno es patente: las actividades ministeriales están colapsadas, cada ministro hace la guerra por su cuenta -y frecuentemente contra los demás-, nadie sabe si debe trazar sus planes a nueve, seis o tres meses vista -en realidad no sabe siquiera si vale la pena trazar planes-....
Considerado como totalidad, el Ejecutivo no es un conjunto: es una amalgama, inhábil para afrontar coordinadamente los problemas concretos y prácticos del país.
Pero lo peor para González no es que se muestre incapaz de gobernar en este sentido del término -incapaz de administrar, en suma-, sino que tampoco gobierna ya -y eso es lo definitivo- en el otro sentido, en el genuino: ha perdido su capacidad para mandar con autoridad, su aptitud para marcar el rumbo. Empuña el timón, pero como si no: ni tiene fuerza para dirigirlo ni sabe adónde quiere ir. Sólo sabe adónde no quiere ir, y eso no basta para navegar. Va a la deriva, empujado por la fuerza de las corrientes y las mareas.
El fenómeno parece reciente y, en su forma actual -patética, escandalosa-, lo es. Pero su origen hay que buscarlo hace cuatro o cinco años: en el momento en el que el círculo felipista empezó a perder su capacidad para fijar el orden del día político.
Algunos lo dijimos: durante mucho tiempo, el mayor poder del felipismo estribó en que era él quien determinaba de qué se hablaba. Las diversas oposiciones podían opinar lo que les diera la gana sobre el temario establecido, pero carecían de la fuerza necesaria para lograr que la sociedad pusiera otros asuntos en el centro de su atención. El felipismo marcaba la agenda social. Y quien decide la agenda (perifrástica pasiva latina: «las cosas que han de ser hechas») predetermina en muy buena medida el resultado de lo que se hace.
Pero a partir de un cierto momento -¿cuándo fue? ¿Tal vez con lo de Juan Guerra?-, González perdió el monopolio de la agenda. Y en las tertulias, en los bares, a la hora de la sobremesa, los ciudadanos comenzaron a opinar sin atenerse estrictamente al orden del día dictado por los telediarios. Ese fue el inicio de la ruina política del felipismo.
El proceso ha sido lento, pero inexorable. Ahora no es ya que se le escape el control de la agenda. Es que no sabe ni dónde está.
¿Ha sido el triunfo de los pocos medios de comunicación críticos que osamos ponernos enfrente? No seamos presuntuosos: nosotros lo contamos, pero hacía falta que hubiera quien quisiera escucharlo.
Javier Ortiz. El Mundo (31 de julio de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de agosto de 2010.
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Escrito por: Luis.2010/08/06 09:33:17.376000 GMT+2