En agosto de 1968, representantes de dos grupos de estudiantes antifranquistas vascos, uno con residencia en Euskadi y el otro instalado en Madrid, nos citamos a medio camino, en Burgos, para intercambiar información y tratar de coordinarnos. Fuimos en coche. Los de Euskadi en un Citröen 2CV que conduje yo.
Nuestra mala suerte fue que la Policía tenía pinchado el teléfono de uno de los de Madrid y captó una conversación en la que se dijo: «Bueno, pues hasta mañana en Burgos». No la cita concreta -nadie mencionaba una cita subversiva por teléfono-, pero sí el día y la ciudad. Así que una unidad de la Brigada Político-Social se desplazó a Burgos para tratar de dar con nosotros. Y lo que son las cosas: nos encontraron. A unos en la calle y a otros en un bar, en el que -también fue casualidad- entraron ellos a tomarse algo antes de proseguir la búsqueda.
Nos encerraron en los calabozos de la Comisaría de Burgos y, al cabo de unas horas -en las que tuvimos ocasión de ponernos de acuerdo en todos los detalles de nuestras respectivas coartadas mediante el recurso pasablemente ingenioso de cantar canciones francesas cambiándoles la letra- nos trasladaron en varios coches a San Sebastián. La razón del traslado era que la provincia de Guipúzcoa estaba entonces bajo estado de excepción, lo que permitía prolongar las detenciones de manera indefinida, en tanto que en Burgos, donde no había estado de excepción, se habrían visto obligados a ponernos en libertad o llevarnos ante un juez en el plazo de 72 horas. La marrullería del traslado, de todo punto inaceptable incluso bajo las leyes del franquismo, convirtió nuestra detención en un acto totalmente ilegal.
Estuvimos detenidos en la Comisaría de Amara durante una semana pero, a pesar de los golpes que recibimos, el grupo se mantuvo firme y nadie soltó prenda.
Al cabo de la semana, nos condujeron ante el juez. Era un hombre de habla pausada, elegante y muy educado en el trato, de edad avanzada -eso me pareció: ahora sé que tenía 48 años-, que nos tomó declaración sin presionarnos nada y nos dejó contar nuestra milonga con entera libertad. Allí nos enteramos de que en el atestado de la Policía se nos acusaba de haber intentado... ¡volar la catedral de Burgos! A la vista de la gravedad de la acusación y mientras hacía las comprobaciones pertinentes, el juez ordenó nuestro ingreso provisional en prisión.
Apenas estuvimos en Martutene. Al cuarto día fuimos puestos en libertad sin fianza. El juez había retenido la acusación genérica de asociación ilícita, pero sólo para guardar las formas. Él mismo se encargaría de que las diligencias pasaran a dormir el sueño de los justos o, como diría Marx, «a padecer la crítica implacable de los roedores». A cambio, instruyó diligencias contra la Policía por detención ilegal, en razón de la irregularidad de nuestro traslado de Burgos a Donostia.
Al cabo de los años supe que aquel juez, Julián Serrano Puértolas, era un demócrata combativo que hizo lo posible por poner en un brete a las autoridades de la dictadura y por echar una mano a los antifranquistas que eran conducidos a su presencia. Estuvo entre los primeros miembros de Justicia Democrática. Allá por 1984 conocí a su hija Paz -hermoso nombre-, casada con el periodista Manolo Revuelta, buen amigo mío. El juez Joaquín Navarro me dijo hace escasos años que Julián Serrano, retirado de la magistratura desde hacía ya mucho tiempo -murió ayer con 84-, recordaba bien nuestro caso y me enviaba su cordial saludo.
Pese a ser hombre de extraordinaria preparación jurídica, reconocida entre la gente de su gremio, no llegó a alcanzar cargos de particular relevancia en el aparato de la Justicia. Supongo que tanto por su nula predisposición al medro como por la independencia de sus criterios.
Fue un ejemplo no sólo para la gente de toga, sino también para la ciudadanía en general. Y para mí y mis amigos, una suerte toparnos con él en aquel aciago agosto del 68.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (10 de diciembre de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 11 de julio de 2017.
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