Para Rosanne Cash, con mi más sincero pésame
«Hay algunos que especulan con mi edad...», dijo Francisco Franco en no me acuerdo ya qué decrépito, balbuciente, casi inaudible mensaje navideño, prácticamente póstumo. Y siguió, con un hilillo de voz: «...Pero yo me siento más joven que nunca para empuñar con mano firme la nave del Estado».
Hasta algunos franquistas -los menos insensibles- sentían vergüenza.
Al final de su vida, aquel personaje cruel y sanguinario, odiado y odioso, daba pena. Se caía a trozos, pero se aferraba como un poseso al poder. Era patético.
Pero ese largo e impúdico viacrucis no fue sólo cosa suya. Quienes le servían de coro interesado lo jaleaban. Hasta tuvo un yerno que se dedicó a fotografiarlo mientras agonizaba, para vender luego las instantáneas.
Juan Pablo II es, como Franco, jefe vitalicio de un Estado que no se atiene a criterios de democracia.
Entre el uno y el otro hay diferencias y parecidos.
La diferencia principal es que el todavía Papa no obliga a nadie a ser súbdito de su régimen. Tampoco fusila a los que le salen díscolos.
Pero tampoco podemos desdeñar los parecidos.
Da verdadera pena este hombre trémulo, terminal, casi inmóvil, arrastrado, sin apenas signos de vida, al que vimos anteayer a su llegada a Bratislava. Es obvio que ese anciano irremisible, que tardó más de 20 minutos en ser bajado del avión y que fracasó en la locución de un sencillo mensaje tan breve como burocrático, no está para ningún trote. Para ninguno. Pese a lo cual, lo van a llevar de aquí para allá durante varios días. Y luego lo meterán en otros fregados, algunos de ellos comunitarios.
La tentación -que también las hay, incluso cuando se trata de tan pías figuras- es imaginar que la burocracia vaticana se está aprovechando cruelmente del anciano para sus propios fines. Que lo tienen en pie -o como sea- del mismo modo que los otros hicieron cabalgar al Cid en Valencia, para sostener el tinglado.
Pero no es así. Es decir: sí es así, pero no en lo esencial. Un esperpento como ése sólo puede representarse cuando el protagonista está firmemente empeñado en representar el papel. Y cuando, si él se empeña en hacerlo, nadie tiene poder para quitárselo. Que aquellos que lo rodean estén por la labor, o la aplaudan, es condición necesaria, pero no determinante.
Karol Wojtyla hace lo que cree que debe hacer. Del mismo modo que Franco hizo hasta sus últimos y trémulos pasos lo que creyó que le correspondía.
El dictador español hizo inscribir en las monedas, bordeando su efigie: «Caudillo de España por la Gracia de Dios». De eso se trata, en ambos casos.
Javier Ortiz. El Mundo (13 de septiembre de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 2 de junio de 2009.
Comentar