-¿Tú has leído cosas de Tellagorri? -me preguntó hace unas semanas un conocido político vasco, cuya identidad es indiferente a estos efectos.
-No, que recuerde -le respondí.
-¡Pues deberías conocerlo! Fue un tipo muy singular: periodista y columnista, comprometido pero sin ningún espíritu de partido, con opiniones propias sobre todo lo habido y por haber, con mucho sentido del humor, muy dado a la paradoja, a buscarle el revés a todo... ¡Tiene que gustarte!
-¿Y qué escribió?
-Cientos, miles de columnas y artículos... Empezó en Euskadi, se exilió cuando las tropas de Franco entraron en Bilbao, recorrió medio mundo, siempre escribiendo, y terminó en Buenos Aires, donde murió en 1960. Te mandaré algo suyo, a ver qué te parece.
Curioso político, mi interlocutor: a los pocos días ya había cumplido su promesa. Recibí en casa dos libros de Tellagorri: Uno, Las horas joviales, selección de artículos que el propio autor realizó para su publicación en Buenos Aires como libro en 1950; el otro, un breve estudio de Elías Amézaga sobre la vida y la obra del escritor de Algorta, seguido de una breve antología de artículos suyos.
Recibí los libros cuando me encontraba aún más enfermo y malhumorado que ahora -que ya es decir-, pese a lo cual me animé a leerlos. ¡En buena hora! Los artículos de Tellagorri me produjeron una simpatía inmediata: su distanciamiento de los tópicos, su socarronería, su buen humor, su antimilitarismo, su amor por la gente sencilla y su aprecio por los pequeños placeres de la vida, su rechazo de todo lo estirado y petulante... Tuve que suspender la lectura de varios de sus artículos para secar las lágrimas... ¡de risa! Y la de varios más, para quitarme algún que otro nudo de la garganta.
De tener que buscarle familia literaria, para mí que habría que emparentar a Tellagorri con la estirpe de los Baroja: bastante más bonachón y menos reaccionario que Pío, pero mejor y más agudo escritor que el bueno de Ricardo. Eso sin contar con su predisposición favorable -aunque relajada- al nacionalismo vasco y a la izquierda. Y su total falta de interés por el dinero.
Me sentí feliz del descubrimiento. «¡Qué gran tipo, este Tellagorri! ¡Qué espíritu tan sano el suyo, siempre preparado para poner al mal tiempo buena cara, siempre dispuesto a reírse de sí mismo, siempre a la búsqueda de la reflexión bienhumorada! ¡Ya me gustaría a mí ser de esa pasta, ya!»
Pero, poco a poco, a medida que fui profundizando en el personaje y en su biografía, se me fue helando la sonrisa. Tellagorri, aunque disimulara, aunque se las arreglara para parecer siempre risueño, aunque declarara conformarse con el destino y sus revueltas, fue alimentando a lo largo de su existencia una amargura cada vez más honda. Cosmopolita, visitante de medio mundo, interesado en todas las gentes y todas las culturas, nunca logró superar la distancia, la lejanía de Euskadi. Fue desgastándose poco a poco. Sin admitirlo. Amargándose a escondidas. Fue muriendo lentamente, víctima del mal de las ausencias.
Tomad esta pequeña confesión, una de las pocas debilidades que se permitió:
«Yo he nacido y he vivido toda mi vida junto al mar, allí, en mi tierra vasca, y tengo muchos amigos marinos. Ahora vivo aquí, en Buenos Aires, en una casa modesta y silenciosa. No hago vida de relación, y las horas que el trabajo me deja libres, las paso en mi casa, esperando, esperando siempre. ¿A qué? A mis amigos, los marinos de mi pueblo. Y vienen, vienen siempre a verme, mis buenos amigos. Cada vez que llega a Buenos Aires un buque de Bilbao, me hacen una visita.
»Me cuentan cosas, muchas cosas, en las largas sobremesas. Me dicen que ha muerto la vieja tendera de junto a mi casa, y yo lo siento; me dicen, que, por fin, se casó aquella vecina que había llegado a los cuarenta años herméticamente soltera, y me alegro; que "Ton", el perro del alguacil, ha muerto de aburrimiento, y lo siento; que... Me cuentan muchas cosas. Unas buenas y otras malas; pero no es eso lo que a mí me interesa. Yo les pregunto por mi calle y por los tres árboles que hay frente a mi casa; les pregunto por el mar y por la playa; por el sol, por el viento y por las nubes de mi tierra; les pregunto por las lluvias y por las brumas, por las brisas suaves del verano y por los temporales furiosos y ululantes del invierno; les pregunto por los viejos caseríos de los alrededores y por sus huertas cien mil veces labradas; por los campos y por los montes cercanos, por los ríos, por los pinares y por los robledales. Les pregunto por mí, en una palabra. Porque yo estoy allí, y hasta que allí vuelva, no me encontraré.»
No sé si todas las tierras producirán el mismo efecto en sus hijos. El problema no es cuánto ames la tuya, sino cuántas posibilidades te concedan de colocar ese amor en su sitio.
Yo siento lo mismo que Tellagorri cada dos por tres. También por Euskadi. Pero yo soy libre de regresar, y regreso, y veo cómo va cambiando todo, y paseo junto al mar, y subo al monte, y me meto en las tabernas, y escucho lo que la gente dice, y cómo habla, y lo que comenta de la tele, y cómo están los escaparates, y vuelvo a hacer por vez enésima los mismos recorridos sentimentales... y retomo pie, y relativizo todo, y puedo volver a alejarme otra vez por otro tanto.
Pero a Tellagorri nunca le dejaron hacerlo. Y, cortado de sus raíces, fue languideciendo.
Sin dejar de pensar y de darle vueltas a todo lo divino y lo humano. Pero ya casi por mera costumbre, por hábito.
Sin dejar de escribir, porque la escritura era el único modo que encontró de calmar su mal. Pero sin más ánimo que ése.
Pobre Tellagorri.
Os dejo por aquí un par de textos suyos. Para rendirle el único homenaje que pretendió en su vida: ser leído.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (17 de enero de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de febrero de 2017.
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