Intervención en el acto celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el 25 de abril de 2002 para presentar su libro Ibarretxe. Intervinieron también Javier Sádaba, abriendo el acto, y el lehendakari Juan José Ibarretxe, cerrándolo.
Quiero empezar estas palabras agradeciendo a Javier Sádaba su participación en este acto. Me consta que para venir aquí ha tenido que interrumpir otros trabajos urgentes y que ello le obligará a hacer algunas horas extras.
Y todos sabemos el precio al que está la hora de filósofo. Se cotiza casi tanto hoy en día como la de fontanero.
Aquellos de ustedes que tuvieron pronta noticia de que iba a celebrarse la presentación de este libro saben que mi primera intención fue reunir hoy aquí, junto al lehendakari Ibarretxe, a sus dos antecesores inmediatos en el cargo, Carlos Garaikoetxea y José Antonio Ardanza. Debo decir que la disposición de ambos fue desde el principio tan favorable... como problemático el encaje de sus respectivas agendas con la del propio Ibarretxe. Al final, el viaje del lehendakari a Cuba obligó a reportar el acto hasta estas tardías fechas, y ya no hubo manera de lograr la coincidencia: Carlos Garaikoetxea está hoy en Barcelona en un encuentro relacionado con el libro que él mismo acaba de publicar, y José Antonio Ardanza se encuentra en Vitoria, presidiendo un Consejo de Administración de la importante empresa que ahora dirige. Aunque lo han intentado hasta el último momento, ninguno de los dos ha conseguido cambiar a otro día sus respectivos compromisos, que implicaban a bastantes más personas.
Debo decirles que, de todos modos, sé lo que el uno y el otro hubieran dicho aquí de haber estado hoy aquí en carne mortal. Porque me lo han dicho. De hecho, lo cuento en el libro.
El ex lehendakari Ardanza habría relatado por qué pensó que Juan José Ibarretxe -Juanjo, como dice él, y como dicen todos sus amigos- sería un buen vicelehendakari, primero, y un buen lehendakari, después. Cómo le llamó la atención su capacidad para orientarse en situaciones difíciles, su tenacidad a la hora de marcarse metas y cumplirlas, y sus dotes de organizador y de director de equipos humanos.
Ardanza me contó cómo, cuando consiguió que Ibarretxe aceptara ser número dos de su Gobierno, descargó prácticamente todas sus tareas en él, salvo las de representación pública y las más netamente políticas. Me dijo: «Los dirigentes de los otros partidos bromeaban diciendo que yo me dedicaba a ejercer de Reina Madre... y algo de eso sí que había».
Ardanza me confirmó algo que él había vivido muy en directo y que ya otros me habían comentado antes: el poco interés que siente Juan José Ibarretxe por ocupar cargos de relumbrón. Las dos ofertas principales que le hizo, ya en el tramo final de su carrera política como lehendakari, -la de ser su mano derecha, primero, y su sustituto, después- se merecieron una respuesta cerradamente negativa, y le costó Dios y ayuda -sobre todo ayuda- conseguir que las aceptara al final.
Aquellos de ustedes que hayan visto la película Gladiator -no gran cosa, en mi opinión, dicho sea de paso- tal vez recuerden la escena en la que el emperador Marco Aurelio, ya en la vecindad de la muerte, le dice al protagonista de la historia que quiere que vaya a Roma y dirija la reinstauración de la República. Él, Máximo Décimo Meridio, le contesta que no, que no tiene ninguna ambición de mando. A lo que el emperador le replica: «Por eso precisamente quiero que seas tú».
Salvadas todas las distancias, tan abundantes como obvias, fue con algo de ese estilo con lo que se topó Ardanza: con alguien que, precisamente porque no sentía la menor fascinación por el Poder, parecía doblemente adecuado para ejercerlo.
Es algo como esto que les cuento lo que les habría relatado sin duda el ex lehendakari Ardanza -mucho mejor que yo, por supuesto, y con bastante más detalle- de haber podido estar hoy aquí con nosotros.
Carlos Garaikoetxea es probable que les hubiera sorprendido, como me sorprendió a mí cuando lo entrevisté in extenso para la redacción de este libro. Les habría sorprendido, creo yo, la franca simpatía con la que habla de Ibarretxe, que, al fin y al cabo, es uno de los principales dirigentes del partido que lo descabalgó de la Presidencia del Gobierno Vasco y del que se marchó con cajas destempladas para fundar otro.
Por razones que sería prolijo exponer ahora -y de las que doy cuenta en el libro-, Carlos Garaikoetxea excluye abiertamente a Juan José Ibarretxe de la lista de sus fobias y sus rencores. Lo considera un político capaz, honesto, leal a sus compromisos y, en lo fundamental, bien orientado.
Para mí que lo único que le reprocha -aunque se cuide muy mucho de decirlo- es que milite en el PNV, y no en Eusko Alkartasuna.
De haber venido, él les habría divertido mucho más que yo contándoles el cómo y el porqué de todo ello. Y lo habrían agradecido ustedes, entre otras cosas porque Carlos Garaikoetxea es, sin lugar a dudas, uno de los políticos de Pirineos para abajo que mejor trata la lengua castellana. Y, cuando digo «de Pirineos para abajo», lo digo en la más amplia extensión del término, es decir, llegando hasta el Teide. Para los periodistas, Carlos Garaikoetxea es una bendición del cielo: dice exactamente lo que quiere decir, y además acostumbra a decirlo bien.
Eso que nos hemos perdido.
Pero, a cambio, hemos tenido la suerte de escuchar a Javier Sádaba, que no sólo presenta la ventaja circunstancial de no ser un político de profesión -lo que le exime de las limitaciones y cautelas que son de obligado cumplimiento en los del ramo-, sino también la ventaja añadida de haber llegado a un punto de reflexión sobre la llamada cuestión vasca que a mí me parece idóneo, mayormente porque se parece al mío: a fuerza de informarse mucho y de pensar más, cada vez entiende menos a los cruzados de toda laya que se han lanzado al combate para exterminar a los infieles de enfrente.
Lo cual me conduce directamente a lo siguiente que quería contarles. A saber: qué pinta este libro que he escrito.
La verdad es que a mí no se me hubiera ocurrido nunca hacerlo. Pero se le ocurrió a Ymelda Navajo, directora de La Esfera de los Libros.
No sólo se le ocurrió la idea. También se le ocurrió que sería bueno que fuera un libro sobre Ibarretxe, no contra Ibarretxe.
Lo que le planteó una dificultad suplementaria. Porque, así como rebosa por los cuatro costados la nómina de los periodistas capitalinos dispuestos a poner a caldo cuanto tenga que ver con el nacionalismo vasco, es más que magra la lista de los que, conociendo aquella realidad, no manifestamos deseo alguno de liarnos a gorrazos con ella para salvar tales o cuales esencias patrias, bicrucíferas o tribarradas.
Así que me lo propuso a mí.
Y me gustó la idea. Porque yo también tenía interés en saber más sobre Ibarretxe: quién es, cómo es, qué pretende, qué le preocupa, cómo entiende el nacionalismo vasco, qué tipo de relaciones quisiera que tuviera Euskadi con el Estado español, cómo cree que podría arreglarse el bollo que está montado allí desde hace ya tanto...
Ibarretxe era para mí por entonces un enigma. Como lo es para la gran mayoría de los que habitan del Ebro para abajo, y también para no pocos de los que viven por arriba de ese río.
Había tenido la oportunidad de hablar con él en una ocasión anterior durante un par de horas. El mejor recuerdo que guardaba de aquel encuentro era el hecho mismo de que se hubiera producido. Porque él tenía previsto recibir a un grupo de periodistas venidos de Madrid y Barcelona, a los iban a sumarse unos pocos más locales. Pero había caído una tremenda nevada sobre media España, las carreteras estaban casi impracticables y el único de los periodistas foráneos que consiguió atravesar la nieve y llegar hasta Vitoria fui yo. Otro político cualquiera se habría excusado y nos habría dado cita para mejor momento. Lo cual, además, me habría parecido comprensible. Pero él mantuvo su compromiso. «Ya que has venido de tan lejos en un día como hoy...», me dijo. El detalle me gustó.
Hace unos días, un jovencísimo lector cántabro me contó algo que le había ocurrido y que se emparenta con esto. Sucedió durante la última campaña electoral vasca. Mi joven lector, que a sus 17 años tiene ya una gran inquietud cultural y política, sintió interés por saber más sobre Ibarretxe, así que se fue desde Santander a un mitin que daba el lehendakari en Bilbao. Al término del mitin, se acercó para saludarlo. Me lo escribía así: «Ya no había cámaras de televisión ni fotógrafos ante los que lucirse. Pese a lo cual, cuando le hice un gesto de saludo desde abajo del estrado, sonrió y se inclinó para salvar la distancia y estrechar mi mano».
Ahora que he tenido la ocasión de conocerlo y de charlar con él bastantes horas, la anécdota me encaja perfectamente. Incluso estoy seguro de que a él le extrañará que a alguien le extrañe que se comporte así.
Eso es probablemente lo primero que muchísima gente no sabe de él y que he tratado de reflejar en el libro: el lehendakari Ibarretxe es una persona considerada con sus semejantes. Nada que ver con esos políticos que van por la vida dispuestos a trepar sobre la chepa de los demás para hacerse un lugar en la cumbre y ganarse un espacio en los manuales de Historia.
En el libro lo reflejo así (y perdonen la autocita): «Cuando un escritor se enfrenta a un personaje, lo que mejor le viene -lo que más le facilita la tarea- es que se trate de alguien llamativamente portentoso. Que ya a los dos años recitara La Ilíada en griego, que a los cinco resolviera ecuaciones de segundo grado, que a los siete escribiera sonetos sáficos y que a los doce obtuviera el doctorado en Física Nuclear. Es muchísimo más engorroso descubrir lo que hay de especial en alguien que presenta todos los signos externos de una persona normal y corriente. Y que, además, no tiene ningún recato en presentarse como una persona normal y corriente».
Trabaja. Trabaja mucho. Sin alharacas, sin aspirar a ningún Guiness. Y no hace el más mínimo esfuerzo por vender sus méritos. A diferencia de la gran mayoría de los gobernantes, perpetuamente empeñados en aparecer ante la opinión pública como gente superior, Ibarretxe no pierde ni un solo minuto en mejorar sus posibilidades como producto de marketing.
No sé si hace bien. De hecho, su imagen publicitaria deja bastante que desear, como sabemos todos (él incluido). Pero me parece una actitud digna de ser resaltada. O digna, a secas.
Ahora bien: se equivocarán quienes piensen que no le saca ningún partido a su sencillez y su falta de ínfulas. Se lo saca, y lo he podido comprobar directamente. Porque ese estilo personal, al menos en Euskadi, genera confianza. En el libro cuento cómo he planteado por allí a mucha gente, rivales políticos incluidos, una pregunta típicamente norteamericana: «¿Compraría usted a Ibarretxe un coche de segunda mano?». Todos me han respondido que sí. Desde Pablo Mosquera, de Unidad Alavesa, hasta Arnaldo Otegi, de Batasuna. Todos lo consideran un hombre honrado y de palabra, por más que se apresuren a hablar de las diferencias ideológicas que tienen con él. Sólo un político se salió de esta pauta. Fue Nicolás Redondo Terreros, que me dijo que él no compraría a Ibarretxe un coche de segunda mano, aunque -me dijo- «estoy convencido de que la gran mayoría sí».
He subrayado esos grandes trazos de su personalidad y de su actitud ante la vida, pero soy consciente de que nada de ello implica una valoración concreta sobre los postulados políticos que el lehendakari hace suyos.
Hablaré ahora de ello.
Todo el mundo sabe sobradamente que Juan José Ibarretxe es nacionalista vasco. Lo que me temo que muchos no sepan es que hay maneras bastante diversas de ser nacionalista vasco. Como las hay de ser nacionalista español, o francés, o ruso. Hay nacionalistas místicos, que tienen una imagen ideal de su propio pueblo y de las metas a las que la Historia lo tiene destinado, y hay nacionalistas que se atienen a lo que su pueblo es en concreto, y que no tienen la menor intención de conducirlo de la oreja por ninguna vía de supuesta perfección.
Ibarretxe pertenece a este segundo grupo. Para él, el pueblo vasco no es ningún ente abstracto, sino la sociedad vasca realmente existente, compuesta por sectores de muy diferentes orígenes y tradiciones, y movida por aspiraciones culturales, sociales y políticas muy distintas. Él considera que a esa sociedad, con toda su diversidad, debe reconocérsele el mismo margen de libertad y la misma capacidad de autodecisión que la comunidad internacional reconoce a tantos otros pueblos con Estado, algunos de ellos -el de Luxemburgo parece un ejemplo bastante ad hoc- mucho menos numerosos y bastante menos diferenciados que el vasco. Es una tesis discutible, como cualquier otra, pero en todo caso nada descabellada. Es la vieja discusión sobre el sujeto de la soberanía, hoy obligadamente matizada -muy en especial en Europa- por la progresiva limitación de las soberanías nacionales impuesta por la construcción comunitaria. Estoy seguro de que, si ustedes tienen la bondad de leerse este libro, descubrirán que el nacionalismo de Ibarretxe -el de Ibarretxe, subrayo- tiene en cuenta ese conjunto de realidades y ofrece un amplio margen para la coexistencia pacífica con posiciones no nacionalistas, como la mía propia.
Pero quizá lo que les pueda llamar más la atención de las conversaciones políticas que encierra este libro no es el punto de vista de Ibarretxe sobre el modo de engarzar la sociedad vasca en el Estado español, sino las opiniones políticas que tiene el lehendakari sobre toda una multiplicidad de asuntos que no apelan ni poco ni mucho a la llamada cuestión vasca. Que se refieren -diré, por poner algunos ejemplos- a la propia construcción europea, al modo de encarar el desarrollo económico en el mundo actual, al papel de los Estados Unidos de América, al conflicto del Oriente Próximo, al fenómeno de la inmigración, a la igualdad de los sexos y al modo de propiciarla desde los poderes públicos de manera efectiva, sin convertirla en una mera retórica huera...
Existe la tendencia, sobre todo fuera de Euskadi, a dar por hecho que el lehendakari del Gobierno Vasco es un señor que se pasa el día meditando sobre la violencia de ETA, la autodeterminación, el euskara, Udalbiltza, las competencias no transferidas y la representación vasca en Bruselas. Me parecía que ya iba siendo hora de que se sepa que no: que reflexiona sobre todo eso, sin duda, pero también, y durante muchas horas semanales, sobre la conservación del medio ambiente, el paro, la vivienda, la marginación social, la seguridad ciudadana, los impuestos... y todo el larguísimo etcétera que conforma esa cosa tan amplia y variopinta que llamamos vida. Sobre la cual, en sus múltiples manifestaciones, tiene también sus criterios, y toma sus decisiones, conforme a las cuales merece también ser valorado, y juzgado, sea a favor o en contra.
El libro que hoy nos congrega se divide en varias partes notablemente diferenciadas. Incluye, para empezar, dos largas entrevistas con el lehendakari: una referida a cuestiones biográficas y personales, aunque inevitablemente salpicada de reflexiones políticas, y otra ya netamente política. El siguiente gran apartado recoge el resultado de un buen número de entrevistas que realicé a otros líderes políticos, para que dejaran constancia de sus opiniones sobre Ibarretxe. Dentro de estas entrevistas, las dos más extensas son las que mantuve con los ex lehendakaris Garaikoetxea y Ardanza, a las que antes me he referido ya. Recogí también, como decía, los puntos de vista de Nicolás Redondo Terreros (por entonces todavía jefe de filas del socialismo vasco), de Pablo Mosquera (máximo dirigente de Unidad Alavesa), de Arnaldo Otegi y de Javier Madrazo. He de hacer constar que todos ellos me atendieron con la mayor de las amabilidades.
Quise que figuraran también las opiniones de Jaime Mayor Oreja, pero fracasé en el intento, y debo reconocer que de manera harto insólita: me concedió la entrevista, pero decidió acabar con ella así que le formulé la primera pregunta (que, dicho sea en evitación de malos entendidos, era perfectamente seráfica).
El libro termina con un breve ensayo, en el que dejo constancia de mis criterios generales en relación al llamado problema vasco, y con alguna documentación de utilidad complementaria.
Bueno, pues eso es todo.
Únicamente me queda agradecer al lehendakari Ibarretxe no sólo su presencia de hoy, sino las muchas horas que perdió conmigo para que me fuera posible realizar este trabajo...
...a la editorial La Esfera de los Libros la libertad que me concedió y los medios que puso a mi disposición para llevar a término el empeño...
...a ustedes su presencia...
...y al pueblo de Portugal su existencia, ya que hoy es 25 de abril.
Muchas gracias.
Javier Ortiz. (25 de abril de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de diciembre de 2017.
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