Nota previa.- Mi entusiasmo por los mítines políticos es limitado. Muy limitado. Según mi dilatada experiencia, los mítines suelen servir tan sólo para que unas cuantas personas más o menos conocidas adopten actitudes súbitamente histriónicas y larguen a grandes voces cosas que, por lo general, la concurrencia ya sabía de sobra antes de acudir al recinto en cuestión.
Intervine en el mitin del domingo 12 de enero en Madrid con la intención de no ajustarme demasiado a mi mal concepto de los mítines. Fracasé. No porque me pusiera a pegar gritos -algo de lo que soy incapaz por hondas razones psicológicas, pero ahora mismo también por patentes razones físicas: estoy totalmente afónico- sino porque la megafonía decidió funcionar intermitentemente justo cuando yo me puse a hablar, con lo que mi relajada perorata se convirtió en un molesto zumbido inaudible. En todo caso, lo que viene a continuación es lo que traté de decir. De una cosa sí puedo sentirme relativamente satisfecho: acerté cuando pronostiqué que podía resultar original hacer una defensa de las mejores tradiciones del pueblo norteamericano. El ambiente general no era ése. Incluso hubo quien defendió la tesis de que al mundo le iría mucho mejor si los Estados Unidos de América... no existieran.
Buena parte de la legión de columnistas existente en este país basa su éxito en escribir con gran solemnidad lo que casi todos sus lectores y lectoras ya habían pensado por su cuenta de antemano. Incluso muy de antemano. Incluso muchísimos años antes.
-¡Acierta usted a decir tan bien lo que yo pienso! -le sueltan, cuando se lo topan finalmente bajo el tórrido sol de la Feria del Libro.
Es algo que siempre me ha repateado.
Heme aquí, pues, abochornado una vez más ante la nada remota posibilidad de acabar diciéndoles a ustedes con lenguaje más o menos florido lo que ya habían pensado por su cuenta no menos de 350 veces antes de acercarse por este lugar. Qué horror.
He dado vueltas al temario por activa y por pasiva durante días. ¿Cómo conseguir aportarles algo que no tengan ya asimilado hasta los tuétanos desde el siglo pasado, que tampoco hace tanto?
Porque ustedes no me engañan. Los conozco. Están informados. Leen. Se enteran. Y lo que es todavía más importante: no se creen lo que les cuentan. Son un público espantoso para un charlatán que además, como en mi caso, ni siquiera es demasiado especialista en la materia.
Al final, consciente del escaso sentido que tendría ponerme aquí a dar voces para decirles cosas que ustedes se saben de memoria, y probablemente mejor que yo, me he encontrado divagando por otras colinas.
Fuera preámbulos y nada de colinas: cerros. Les diré por qué clase de cerros de Úbeda se me ha ocurrido deambular en esta ocasión, tratando de cubrir una posible ausencia: voy a hacer un breve canto de amor y de reconocimiento al pueblo de los Estados Unidos de América.
Ya que se trata de poner a parir a sus gobernantes, quisiera que no olvidáramos qué y a quién representan. Y qué y a quién no. Porque es verdad que en este país a veces nos armamos un lío importante con los culos y las témporas, y nos pensamos que Bush es una especie de destilado mixto de la historia y el presente de los Estados Unidos, sin darnos cuenta de que, por las mismas, podrían aplicarnos el mismo cuento a nosotros con Aznar, y no veas qué sofoco.
«Ustedes odian a los Estados Unidos», nos dicen algunos. Y no saben hasta qué punto yerran.
Descartados Red Ryder, Superman, El Hombre Enmascarado y algún otro héroe de tebeo, mi primer contacto con los Estados Unidos de verdad (o, si prefieren, con los otros Estados Unidos) fue Walt Withman. A los 16 años, mientras mis mejores amigos leían a Alberti y a Hernández -que tampoco era ninguna mala idea-, cayó en mis manos un ejemplar de las Hojas de hierba de Withman. ¡Cómo supo transmitirme su amor a la libertad y su espíritu de ruptura!
Hojas de hierba, libro de poemas que se publicó hace siglo y medio, sería posteriormente definido como «la verdadera voz» de aquel inmenso país. Si oyen decir eso -que alguien lo dijo, no sé si Martí o Neruda-, no se lo crean. Porque ésa es la tesis que estoy tratando de refutar: aquel inmenso país no tiene una sola voz, sino muchas.
Pasaron algunos años y, siempre interesado por los bardos de todas las procedencias, me topé con otro personaje extraño y singular que vivió y murió en aquella misma orilla del Atlántico. No sé si su nombre les dirá algo a ustedes: Joe Hill. Joe Hill, para su fortuna, fue un fino músico y un inspirado poeta. Pero fue también, para su desgracia, un sincero anarco-sindicalista y un declarado simpatizante de la III Internacional. Joe Hill recorrió a comienzos del pasado siglo de punta a cabo las obras de construcción del ferrocarril en los Estados Unidos, organizando a los trabajadores -a los que se dejaban- y enseñando pueblo a pueblo sus cantos de solidaridad y de lucha. Acabaron acusándolo de un crimen que no había cometido, lo condenaron a muerte y lo fusilaron. Tengo recopiladas varias canciones suyas, entre ellas una divertidísima que cuenta cómo muere un esquirol y, cuando llega al cielo, es expulsado al infierno por los afiliados al sindicato de los Ángeles Rojos.
Joe Hill no fue un locuelo simpático que hiciera la guerra por su cuenta. Formaba parte de la International Workers of the World, sindicato revolucionario que llegó a contar con cientos de miles de afiliados en los Estados Unidos. Gracias a Joe Hill me enteré siendo todavía casi un crío de que en aquel enorme país, casi un continente, las mujeres se habían lanzado ya en los años 20 a la lucha porque querían pan, pero también querían rosas. Bread and roses!
De semejante estirpe fueron otros dos personajes en los que no tardé en fijarme, gracias sobre todo a una película italo-norteamericana que se estrenó en 1971: Sacco y Vanzetti. No hablo tampoco en este caso de la historia particular de dos sindicalistas inmigrantes italianos condenados a muerte y ejecutados por una asalto a mano armada en el que no habían participado, sino de la sociedad convulsa que reveló su caso: de un lado, una de las clases dominantes más repugnantes, cerriles, violentas y vomitivas del universo; del otro, un pueblo inmenso, nacido de la fusión de muchos y capaz de albergar en su seno a gente fantástica, solidaria y noble. Gente como ésa que pudimos conocer también a través de Las uvas de la ira de un Steinbeck que -cómo no- militó en el Comité por la Liberación de Sacco y Vanzzeti.
No mucho después del asesinato legal de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti empezó la guerra civil en España. Un recuerdo para los combatientes de la Abraham Lincoln Brigade. ¿Cuántos españoles fueron a echar una mano a Washington y los suyos cuando se enfrentaron al poder colonial de Londres?
Ya sé que esto no es un recorrido histórico. Tan sólo un vertiginoso paseo sentimental. Un paseo -un via crucis, tal vez mejor- que necesitaría de muchas más estaciones, en las que deberían figurar las víctimas del Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, las víctimas de la lucha contra la Guerra de Vietnam y contra tantas otras guerras, los cientos de silenciados, de reprimidos, en las Universidades, en los centros de trabajo, en los escenarios, en los platós... Gentes como el gran, como el pobre Phil Ochs, grandísimo cantautor empujado al suicidio y hoy casi olvidado, que tuvo el acierto de sentenciar: «Cuando los tiempos se ponen feos, la protesta se vuelve bella».
Quiero deciros con todo esto, amigos y amigas -y espero que se me entienda-, que considero los Estados Unidos como un rincón más de esa inmensa patria mía a la que llamamos mundo. Por lo cual espero que nadie me pida que los odie en bloque, porque es la casa de muchos de mis hermanos y hermanas. Y confío en que nadie me pida que los idolatre en bloque, porque también es la cárcel de muchas de mis hermanas y hermanos.
Si deseo fervientemente el fracaso completo del imperialismo norteamericano en Irak no es sólo por solidaridad con el pueblo iraquí. Es también por solidaridad con la mucha buena gente que vive, trabaja, sufre y ama en los Estados Unidos de América.
Por respeto a su Historia y por apoyo a su porvenir.
Javier Ortiz. (12 de enero de 2003). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de diciembre de 2017.
© Javier Ortiz. Está prohibida la reproducción de estos textos sin autorización expresa del autor.
Comentarios
Por añadir un poco más de hermosura a las palabras de Javier, voy a copiar acá las de un admirado y amigo suyo, Eduardo Galeano, de su memoria del fuego, que espero ayuden a entender aún mejor los sentimientos de Javier sobre los EUA:
1855. Nueva York. Whitman
A falta de editor, el poeta paga de su bolsillo la edición de Hojas de hierba.
Waldo Emerson, teólogo de la Democracia, bendice el libro, pero la prensa lo ataca por prosaico y obsceno.
En la grandiosa elegía de Walt Whitman, rugen las multitudes y las máquinas. El poeta abraza a Dios y a los pecadores y abraza a los indios y a los pioneros que los aniquilan, abraza al esclavo y al amos, a la víctima y al verdugo. Todo crimen se redime en el éxtasis del nuevo mundo, América musculosa y avasallante, sin deuda alguna que pagar al pasado, vientos del progreso que hacen al hombre camarada del hombre y le desencadenan la virilidad y la belleza.
1914. Salt Lake City. El cantor de pueblos en furia
Lo condenan por cantar baladas rojas que toman el pelo a Dios, despabilan al obrero y maldicen al dinero. La sentencia no dice que Joe Hill es un trovador proletario, y para colmo extranjero, que atenta contra el buen orden de los negocios. La sentencia habla de asalto y crimen. No hay pruebas, los testigos cambian de versión cada vez que declaran y los abogados actúan como si fueran fiscales, pero estos detalles carecen de importancia para los jueces y para todos los que toman las decisiones en Salt Lake City. Joe Hill sera atado a una silla y le pegarán un círculo de cartulina sobre el corazón para que haga blanco el pelotón de fusilamiento.
Joe Hill vino de Suecia. En los Estados Unidos anduvo por los caminos. En las ciudades limpió escupideras y levantó paredes, en los campos apiló trigo y recogío fruta, excavó cobre en las minas, cargó fardos en los muelles, durmió bajo los puentes y en los graneros y cantó a toda hora y en todas partes, y nunca dejó de cantar. Cantando se despide de sus camaradas, y les dice que se va a Marte a perturbar la paz social.
1927. Charlestown. "Hermoso día",
dice el gobernador del estado de Massachusetts.
A la medianoche de este lunes de agosto, dos obreros italianos se sentarán en la silla eléctrica de la Casa de la Muerte de la prisión de Charlestown. Nicola Sacco, zapatero, y Bartolomeo Vanzetti, vendedor de pescado, serán ejecutados por crímenes que no han cometido.
Las vidas de Sacco y Vanzetti están en manos de un mercader que ha ganado cuarenta millones de dólares vendiendo autos Packard. Alvan Tufts Fuller, gobernador de Massachussetts, es un hombre pequeño sentado detrás de un gran escritorio de madera tallada. Él se niega a ceder ante el clamor de la protesta que resuena desde los cuatro puntos cardinales del planeta. Honestamente cree en la corrección del proceso y en la validez de las pruebas; y además cree que merecen la muerte todos los malditos anarquistas y mugrientos extranjeros que vienen a arruinar este país.
1953. Washington. La cacería
El incorregible Albert Einstein es el principal compañero de ruta del comunismo, según la lista del senador MacCarthy. Para integrar la lista, basta con tener amigos negros o con oponerse al envío de tropas norteamericanas a Corea; pero el caso de Einstein es mucho más pesado y a MacCarthy le sobran pruebas de que este judío ingrato tiene la sangre roja y el corazón a la izquierda.
La sala de audiencias, donde arden los fuegos de la Inquisición, se convierte en un circo. El nombre de Einstein no es el único nombre famoso que allí resuena. Desde hace tiempo, Hollywood está en la mira del Comité de Actividades Antiamericanas. El comité exige nombres; y los nombres de Hollywood provocan escándalo. Quien calla, pierde el empleo y arruina su carrera, o marcha preso, como Dashiell Hammett, o queda sin pasaporte, como Lillian Hellman y Paul Robeson, o es expulsado del país, como Cedric Belfrage. Ronald Reagan, galán secundario, marca a los rojos y a los rosados que no merecen ser salvados de las furias de Armagedón. Otro galán, Robert Taylor, se arrepiente públicamente de haber actuado en una película donde los rusos sonreían. El dramaturgo Clifford Odets pide perdón por sus ideas y delata a sus viejos camaradas. El actor José Ferrer y el director Elia Kazan señalan colegas con el dedo. Para que quede claro que él no tiene nada con los comunistas, Kazan filma una película sobre el caudillo mexicano Emiliano Zapata, donde Zapata no es aquel silencioso campesino que hizo la reforma agraria sino un charlatán que dispara tiros y discursos en incesante diarrea.
Escrito por: Pedro.2009/08/14 06:19:26.874000 GMT+2