Está claro que no está nada claro en qué consiste la moralidad. A alguna gente le parece inmoral que el diputado tory Stephen Milligan se vistiera con fino liguero y medias de seda para pelear consigo mismo por un quítame allá esas pajas. O que el otro diputado tory, el tal Hartley Booth, tuviera amores más o menos platónicos con una moza de 22 años, trotskista para más señas. Yo no veo en eso ni la más leve brizna de inmoralidad. A cambio, lo que sí me parece inmoral es que estos dos diputados conservadores, que en su intimidad se dedicaban a tan solazantes prácticas, en público apoyaran la cruzada carca que John Major tiene emprendida contra «la degradación de las costumbres».
Hay una moral de la convivencia en sociedad que todos hemos de respetar. Pero cada cual es libre de añadir a los principios de esa ética social otros de aplicación particular, y considerar que está muy mal comer carne los viernes, o tocarla fuera del matrimonio, o trasvestirse, o emular al bíblico Onán, o no ir a misa los domingos. No tengo nada de nada contra quienes se atienen fielmente a esos principios. Pero sí contra quienes, después de querer obligarnos a los demás a adoptarlos, demuestran que ellos mismos no los respetan. La libertad sexual no es inmoral; la doble moral, sí. El diputado Booth rizaba el rizo: en sus horas de asueto, simultaneaba los encuentros con su joven amante y los ejercicios como predicador metodista. Se ve que el tipo era un perfecto adicto a la hipocresía.
Esa es la gran inmoralidad que no deberíamos aceptar bajo ningún concepto, con la que deberíamos mostrarnos implacables. Porque el que se revela capaz de llevar hasta la antítesis sus prédicas públicas y su vida sexual privada puede hacer lo mismo en cualquier otro terreno. Hoy defiende la fidelidad conyugal que él mismo burla; mañana --o también hoy-- podrá denostar la corrupción mientras se embolsa comisiones ilegales.
En Cataluña se armó el otro día todo un escándalo porque el gran Pavlosky contó en un programa de TV3 la muy placentera relación que mantuvo en cierta ocasión con una gallina. Admito que la confesión no es lo más púdico que he oído en mi vida. Pero me inquieta que la historia de la gallina alborote tanto el gallinero y que, en cambio, las obscenidades de Felipe González, justificando la excarcelación de los asesinos Amedo y Domínguez en nombre del «Estado de Derecho», no vayan a provocar más que un discreto cloqueo general.
No me importa lo más mínimo que haya políticos que al caer la noche se vistan de damiselas y recorran los tugurios a la busca de recios camioneros que les calienten el catre. Pero me causan pavor cuando los veo justificar el crimen organizado como parte esencial de su trabajo de estadistas.
Un tipo que se maquilla no hace daño a nadie. El maquillador de crímenes, por contra, es un peligro público. Y un perfecto inmoral.
Javier Ortiz. El Mundo (16 de febrero de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 19 de febrero de 2013.
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