Sigo con la reflexión que inicié ayer y que dejé en el aire, sin apuntar el fondo -trágico, como casi todos los fondos- de la historia. Porque la comparación entre Ferré y Ferrat pretendía ser algo más que el análisis de los méritos mutuos de dos cantautores franceses. Pretendía referirse también a algunas de las diferencias constatables entre dos tendencias reales, aunque de peso social desigual, de la izquierda radical europea a lo largo del siglo XX: el anarquismo y el comunismo. Hablo de ellas no como posibilidades doctrinarias, no como corrientes del juicio crítico de lo existente, sino como fenómenos históricos.
Si nos fijamos en ellos como tales, me parece obligado constatar que los planteamientos sociales más avanzados, más audaces, más creativos -más revolucionarios, en cierto modo- se sitúaron con mucha más frecuencia del lado del anarquismo que del comunismo. ¿Por qué? Supongo que por muy diversas razones, una de las cuales -y no la menor- creo yo que hubo de ser la vocación de poder de los comunistas, que siempre asumieron -asumimos- la necesidad de conquistar el Estado, como paso previo al avance hacia otras metas más ambiciosas, en tanto los anarquistas pretendían acabar con el Estado -con la autoridad basada en la violencia- desde ya mismo.
Los comunistas, incluso los más próximos del anarquismo -el joven Nikolai Bujarin, el Lenin de El Estado y la Revolución, el Mao de la teoría (que no la práctica) de la Revolución Cultural- siempre criticaron el utopismo de los anarquistas: de acuerdo con ellos en la necesidad de que el Estado desaparezca ( «se extinga»), pero en desacuerdo sobre la posibilidad de avanzar hacia eso sin tomar en las manos las riendas del Estado, esto es, de la organización de la violencia.
De que el planteamiento de los anarquistas era utópico, incluso en el sentido literal de la palabra, da cuenta suficiente el hecho de que jamás en ningún país llegaron a conquistar el Poder (y cuando lo lograron en algunas áreas y durante algún tiempo, como por ejemplo en ciertas zonas de Aragón durante la Guerra Civil española, fue peor: lo que pusieron en práctica fue cualquier cosa menos su ideal antiautoritario).
Pero eso no quiere decir que el planteamiento comunista demostrara ser mucho más práctico. Algunos comunistas -o sedicentemente comunistas, que tanto da a estos efectos- llegaron al Poder en no pocos países, pero el hecho es que, una vez instalados en él, aplicaron lo esencial de su energía a la tarea ímproba de mantenerse. A costa de lo que fuera, incluído el abandono de sus ideales de origen.
Pero la diferencia a la que apunto en este espacio tan breve -tan dado a las simplificaciones groseras, por lo tanto- se halla en la especialización de los comunistas, sobre todo de los anteriores a la II Guerra Mundial, en el arte de conquistar el Poder. En «la Revolución considerada como una de las Bellas Artes», que diría Lenin. En su especialización en los métodos de encuadrar a la plebe y canalizar sus explosiones de ira en beneficio propio. Un objetivo al que siempre sacrificaron los esfuerzos de transformación social inmediata realizados sobre la marcha y en contra de la ideología dominante en la propia plebe, que es siempre -entendido el término ideología en el sentido de concepción del mundo, de escala de valores, de percepción de la vida cotidiana- la ideología de la clase dominante.
Por concretar: los comunistas denostaron muy frecuentemente los esfuerzos vanguardistas de los anarquistas en diversos terrenos. Por ejemplo: criticaron sus intentos por avanzar en las relaciones igualitarias entre los sexos y en el ejercicio de las libertades individuales, incluida la libertad de creación artística. Con lo cual no contribuyeron al más pronto hundimiento del capitalismo a escala mundial, pero a cambio frustraron experiencias muy estimables de gentes que habrían podido ser algo más felices durante el largo tiempo de espera de la llegada del Gran Día.
Demasiada disciplina colectiva. Demasiado sometimiento de las querencias del individuo a las necesidades supuestas o reales del conjunto (de un conjunto mandado por muy pocos individuos, todo sea dicho). Demasiada obligación de poner todo al servicio de la causa. Demasiada sumisión a «lo que las masas pueden entender».
Por ahí van mis reflexiones. Por la constatación de que el pensamiento y la obra de quienes se salieron de esos cauces, rebeldes incluso contra el movimiento organizado de los rebeldes, aguantan mucho mejor el paso del tiempo. Acertaron más cerca del centro de esa diana móvil que es la Historia. Aunque en su momento fueran unos perfectos perdedores.
Probablemente fueron perdedores, pero ellos al menos lo fueron a posta.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (30 de enero de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 7 de mayo de 2017.
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