Conocí a Agustín Ibarrola en los años 60. Creo que acababa de salir de la cárcel. Lo habían detenido, torturado y encarcelado como miembro del PCE, en uno de aquellos procesos militares que precedieron a la creación del Tribunal de Orden Público.
Estuvimos tomando unos vinos en un bar de la Plaza de la Trinidad, en Donostia. Quien lo acompañaba -no recuerdo quien era- me contó, en un discreto aparte, que el artista había intentado suicidarse durante su paso por comisaría, para no seguir soportando las torturas policiales. Ya por entonces conocido y reconocido, Ibarrola me regaló una copia numerada de uno de sus grabados en madera. Aún está en casa de mi madre. A fuer de sincero, admitiré que no me hacían demasiado feliz aquellas cosas que grababa, con imágenes de obreros vascos musculosos y recios. Me parecían estéticamente emparentadas con la iconografía étnica vasca, de un lado, y con la mística estalinista del culto al trabajo, del otro. Ninguna de las dos fuentes de inspiración era -es- de mi especial agrado.
En fin, cuestión de gustos, supongo.
Lo recuerdo como un hombre básicamente triste (lo cual, sabiendo por qué penosa experiencia había pasado, tampoco podía extrañar gran cosa a nadie).
Hace ya unos cuantos años, unos amigos de Bilbao me regalaron un libro de fotografías que recoge la obra de Ibarrola en el bosque de Oma. El bosque pintado, que lo llaman. La idea me pareció sugestiva; su realización, no tanto. Alguna vez que hemos pasado por los alrededores, Charo me ha dicho de visitarlo. Ella ya lo ha visto, y le gustó. La verdad es que yo nunca he sentido mayor interés.
Lo cual no tiene nada que ver con mi valoración del recorrido político que ha seguido el artista, desde el estalinismo hasta el nacionalismo español más furibundo. Tampoco lo comparto, pero me parece igualmente legítimo. Tiene derecho a pensar lo que le dé la gana y a pintar lo que se le ponga. Aunque a mí no me guste ni lo que piensa ni lo que pinta. Cada cosa por su cuenta.
Insisto en distinguir lo uno de lo otro, porque me parece imprescindible hacerlo. Hay artistas y escritores cuyas obras me producen la mayor de las admiraciones, y hasta de las reverencias, pero cuyas biografías, en cambio, no me merecen la menor simpatía. Quevedo fue un maldito delator. Picasso, un miserable pesetero. Los dos, genios difícilmente discutibles. Louis Aragon, que cantó las excelencias de los procesos de Moscú, entre otras lindezas, es autor de algunos de los poemas más hermosos que he leído en mi vida.
Así es el Arte.
Considero intolerables las dos persecuciones a las que están sometiendo a Agustín Ibarrola. Me parece de perlas que se le critique, como político y como artista. A cambio, me revuelve las tripas que traten de hacerle la vida imposible y que se dediquen a destrozar su obra. Alguien que cree que la liberación del propio pueblo pasa por cerrar la boca del discrepante y por tachar a brochazos su obra sólo puede ser considerado como un enemigo del pueblo.
Bueno, sólo no: también como un rematado cretino.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (4 de noviembre de 2001). Subido a "Desde Jamaica" el 26 de junio de 2017.
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