Hace unos meses, Nicolás Redondo (padre) realizó una muy expresiva definición de nuestra realidad políticoeconómica: «Este país es de coña», dijo.
El pasado martes, el economista Juan Francisco Martín Seco, después de hacerme una pormenorizada crítica de la política económica del Gobierno, se despidió de mí con una reflexión del estilo de la de Redondo: «Estos tíos nos llevan a la ruina».
La lacónica rotundidad coloquial de ambas frases mueve inicialmente a la risa. Pero es suficiente con reflexionar un instante sobre ellas para perder toda gana de reír: en realidad, destilan una honda desesperanza.
Entiendo muy bien su amargura, y la hago mía. No participo de algunas posiciones y criterios de sus autores, pero siento que compartimos el mismo hastío ante la realidad. Un hastío que, al menos en mi caso, no se refiere sólo a la política y la economía; que afecta al conjunto de lo existente. Me da que vamos siendo cada vez más los que persistimos en nuestra actitud recalcitrantemente crítica no porque creamos que vamos a lograr algún cambio sustancial, sino a modo de puro testimonio, según la sentencia latina: Dixi et salvavi anima mea.
Lo que más me entristece de esta amargura serena en la que nos hemos hundido es que nos priva de uno de los sentimientos más bellos con que cuenta la Humanidad: la indignación. Hemos ido abotargando poco a poco nuestra capacidad de indignarnos ante la falsedad, la injusticia, el abuso, la desfachatez, el crimen. Y es que, al igual que nuestro cuerpo tiene un tope para el dolor, también el espíritu cesa de dolerse a partir de un cierto daño. De lo cual se benefician los inicuos: rezongamos, pero no somos realmente peligrosos.
No nos lo reprochen. Nos han dado demasiados palos. Nuestras fuerzas están ya muy menguadas.
Javier Ortiz. El Mundo (8 de agosto de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de agosto de 2012.
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Escrito por: .2012/08/12 23:37:35.592000 GMT+2