Extraño diálogo en RNE, el pasado jueves. Sale Vargas Llosa (hijo) y acusa a Eduardo Haro Tecglen de haber escrito en su juventud artículos de prensa en loor y gloria del dictador Franco. Respuesta del veterano crítico: «Posiblemente escribí eso».
¡«Posiblemente»!
Qué hombre más admirable, este Haro.
No me refiero, obviamente, a su llamativa falta de memoria. La mía es pésima, pero estoy seguro de que si hubiera trabajado para el agitprop fascista me acordaría. Ahora bien, de no acordarme, iría a una hemeroteca -bueno: antes iría al médico, a que me recetara algo que me mejorara la memoria; pero a continuación iría a escape a una hemeroteca- a ver si lo que dicen que escribí es verdad o falso.
Pero Haro Tecglen no. Se queda indiferente ante la acusación y da por zanjada la polémica cediendo con elegancia: «Posiblemente escribí eso».
Haro ha alcanzado la cumbre de la imparcialidad: es imparcial incluso sobre sí mismo.
Cuando escuché tan fantástica respuesta, pensé que la sociedad haría mal en desaprovechar un sentido así de la ponderación, una carencia tal de pasión partidista, una tamaña capacidad para el desinterés personal. Me dije que sería imperdonable que tan poco frecuentes dotes se malgastaran en campos tan limitados como la crítica de televisión y la inspección ideológica del teatro: que habría que encomendarle mucho más altas misiones.
Pocas horas después, los partidos firmantes del Manifiesto de Estella vinieron a dar respuesta a esta inquietud mía. Declararon que sería bueno que el proceso de paz en Euskadi fuera supervisado por observadores internacionales: personalidades imparciales que pudieran señalar con el dedo al que no se porte bien.
Salté en cuanto lo oí: «¡Haro, Haro!», exclamé.
Haro Tecglen cumple todos los requisitos: es personalidad, es muy observador y, sobre todo, es imparcial. Imparcial como nadie, según ha quedado demostrado supra. Presenta una ventaja más: para los nacionalistas vascos es internacional, pero para Aznar es nacional. Con su inspección in situ se lograría superar otra diferencia que parecía insalvable: gracias a él, habría y no habría, a la vez, observadores internacionales.
Tiene todavía otra virtud, nada desdeñable: es gran especialista en transiciones problemáticas. Fíjense en la suya, sin ir más lejos: de joven falangista a dispensario de títulos de izquierda. No es poco viaje.
Pena que no lo recuerde.
Javier Ortiz. El Mundo (20 de marzo de 1999). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de marzo de 2011.
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