Hace 15 años que fue derribado el Muro de Berlín.
Me alegré. Los regímenes del Este europeo me daban auténtica grima.
Los del Oeste también, pero por razones distintas. Como nunca me había declarado partidario del capitalismo -más bien todo lo contrario-, cuantos desastres se cometieran en nombre de ese deleznable sistema económico y social no hacían sino confirmar mis más tétricos pronósticos.
A cambio, sí me había proclamado socialista, y me daba por rasca que aquellas tiranías burocráticas fueran llamadas «socialismo real». Me decía que, si el objetivo era lograr sistemas efectivos de convivencia socialista, cuanto antes desaparecieran todas esas infames imposturas, mejor.
El paso del tiempo no me ha llevado a mejorar mi juicio sobre aquellos regímenes, ni mucho menos -algo me dice que cuanta más información tiene uno sobre cualquier cosa, peor la ve-, pero sí me ha conducido a matizar algunos de mis juicios iniciales.
Ironías de la vida, he aprendido a valorar la importancia de un principio capitalista: el de la libre competencia.
Cuando existía el bloque soviético como obligatorio y constante punto de referencia, el capitalismo occidental se veía obligado a mostrar al mundo su mejor cara. Tenía que propagar que lo suyo eran las libertades y la prosperidad. No lo lograba, desde luego -los McNamara, los Eugene McCarthy y los Rockefeller se resistían mucho-, pero por lo menos lo intentaba. Por su parte, los del Kremlin y su cohorte se sentían forzados a demostrar que apoyaban a los levantiscos de todos los continentes y, aunque tampoco lo hicieran con demasiado entusiasmo -no fue el Che el único que se vio abandonado-, incordiaban lo suyo.
Eso provocaba una tensión internacional que, hechas las cuentas a 15 años vista, me parece que tenía bastante de positiva. Cada bando hacía sus pifias, claro, pero a la vez debía moderarse, para no provocar demasiado al contrario, que era muy poderoso y podía liarla buena si se cabreaba, porque contaba con un montón de armas, incluidas las nucleares.
Aquella situación era conocida por entonces con el aparatoso nombre de «el equilibrio del terror».
Casi todos, cuando recurríamos a esa expresión, poníamos nuestro particular énfasis en lo de «terror». No pensamos que quizá lo más importante estaba en el otro término: equilibrio.
Las dos enormes fuerzas, aplicadas la una contra la otra, generaban una cierta seguridad. O mejor dicho: una seguridad cierta. Siempre podía haber algún loco que pensara en romper la baraja, desde luego, pero había muchísimos cuerdos que vigilaban con cien ojos el juego.
Ahora no. Ahora no hay equilibrio. La balanza está hundida del lado de Washington, que se cree autorizado a hacer lo que le da la real gana.
Que se cree autorizado a hacerlo porque de hecho lo está. Nadie se lo discute.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (9 de noviembre de 2004) y El Mundo (10 de noviembre de 2004). Hay algunos cambios, pero no son relevantes y hemos publicado la versión del periódico. Subido a "Desde Jamaica" el 12 de julio de 2017.
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