No en vano inventamos el jesuitismo: en este rincón del mundo -llamarlo país sería exagerar-, abunda la gente que dice una cosa en público, la contraria en privado, piensa una tercera y hace una cuarta. Alaba a alguien en la plaza pública, lo pone a caldo en la barra del bar y en realidad le es perfectamente indiferente. O lo contrario: monta una coral de anatemas contra el hereje y, así que cae la noche, se reúne a hurtadillas con él para ver si, ortodoxias al margen, cabe algún negocio en comandita.
Es posible que esté exagerando. Quizá haya ambientes en que la cosa no sea tan grave. Lo que sí puedo asegurarles es que en este gremio mío, en el que coexistimos comentaristas políticos y políticos comentaristas, el fenómeno es de masas. Lo raro es encontrar en él a alguien, no ya que sea sincero -tampoco es cosa de aspirar a imposibles-, sino que al menos diga o escriba algo cercano a lo que verdaderamente siente, en el supuesto de que sienta algo -lo que, según me ha demostrado la experiencia, no es obligatorio-. Resulta apabullante la nómina de verdades como puños que todo el mundo reconoce, pero que nadie afirmará nunca ante un micrófono o en las páginas de un periódico, aunque lo aspen.
Así las cosas, los cuatro pelagatos que cuando vemos que un tío es un cerdo de aúpa escribimos muy moderadamente que es «un pelín gorrino» pasamos por vitriólicos salvajes. Tan sólo porque osamos decir en voz alta el diez por ciento de lo que es un lugar común -común, pero reservado- en nuestro muy farisaico entorno.
Y no digamos nada si el cerdo en cuestión tiene el detalle de morirse. La única ocasión en mi vida en que cometí la ingenuidad de escribir: «Ayer murió Fulano de Tal. Era un cantamañanas», estuve a punto de ser lapidado por una masa compacta de compañeros que, por lo demás, pensaban que el muerto era, no un cantamañanas, sino un grandísimo hijo de perra.
Todo este largo exordio viene a cuento de que, viendo la actualidad de estos días, se me ha ocurrido una reflexión que seguro que se han hecho muchos más, pero que es improbable que alguien tenga «el mal gusto» -o sea, la franqueza- de poner negro sobre blanco.
En concreto: ¿se han apercibido ustedes de que ETA, empeñada como está en cargarse a gente importante, no hace ningún plan para matar a Felipe González?
La explicación más extendida -lo diré yo, ya que nadie habla de ello a las claras- es que Iñaki de Rentería y cía. dan al presidente del Gobierno por políticamente acabado. Cuestión de economía de esfuerzos, como quien dice.
Pero yo no creo que sea eso. Me fijo en que, desde hace meses, ETA selecciona sus objetivos en función del caos que la desaparición del personaje pueda crear en el interior del aparato del Estado.
Pues bien: si de provocar caos se trata, Felipe González es mucho más rentable vivo.
Javier Ortiz. El Mundo (14 de agosto de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 5 de octubre de 2012.
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