Regreso ayer a las tantas de un concierto de Javier Krahe, que terminó a las 2 de la madrugada. Recojo la correspondencia del buzón. No sé qué empresa me comunica que me ha tocado en un concurso un televisor Philips estupendo. Ya es mío. No tengo más que recogerlo.
No sigo leyendo. Deposito cuidadosamente la carta en el cubo de la basura.
Mi primera experiencia en estas lides fue realmente traumática.
Debió de ser mediados los 80 del pasado siglo.
Por aquel entonces, mis ingresos eran más que magros, lo que me obligaba a ponderar con sumo cuidado cualquier compra. Incluso la de una camiseta.
Otro dato que conviene considerar, para la mejor comprensión de esta historia, es que habitaba yo a la sazón en una buhardilla del centro de Madrid que tenía un techo que era muy bonito, con las vigas al aire, pero que permitía la libre circulación de corrientes de aire con liberalidad que para sí quisieran incluso los capitales en estos tiempos de globalización. En invierno, hacía allí un frío que pelaba.
Así las cosas, vi un buen día en un folleto de la casa Darmart –creo recordar que ese es su nombre– que vendía por correo unas camisetas «termolactiles» o «termoláctiles» (como el palabro no viene en ningún diccionario, no sé cómo diablos será) que presentaban la doble virtud de tener un aspecto de lo más calenturiento y un precio francamente asequible. Las había azules y blancas. Me decidí y pedí una blanca, adjuntando el cheque correspondiente.
Pasaron 15 días. El invierno iniciaba su curso cruel y de mi camiseta, ni noticias. De modo que mandé una carta de reclamación (la casa central de Darmart estaba en Barcelona y yo no podía andarme con conferencias).
Una semana después, recibí una misiva suya. «Estimado Sr. Ortiz», decía. «¡Ha sido usted seleccionado entre 10.000 clientes para participar en un sorteo restringido que le permitirá recibir un extraordinario regalo de Darmart!».
«Estupendo», me dije. «Pero, ¿y mi camiseta?».
Siguieron pasando los días. Nueva carta de reclamación. Y nueva misiva de Darmart. El ya de por sí selecto grupo de los que habíamos sido seleccionados para el sorteo restringido se había reducido todavía más. ¡Quedábamos solo 50! Pero de la camiseta, nada.
Mi mosqueo era para esas alturas más que considerable, sobre todo porque el invierno seguía haciendo estragos en mi buhardilla. ¡Con decir que llegué a evaluar la posibilidad de dejar abierta la puerta del frigorífico, como fuente de calor!
Mando una nueva carta de reclamación. Les hago ver, con lenguaje nada protocolario, que su concurso me importa un soberano bledo; que yo lo que quiero es mi camiseta, pagada mes y medio antes.
Su respuesta es fulminante: ¡ya sólo quedamos diez supervivientes en el sorteo!
¡Y los tíos tenían el morro de comunicármelo mediante un impreso, como si alguien mandara a la imprenta un escrito que va a enviar solo a diez personas!
Agarré un rebote épico. Me abalancé sobre la máquina de escribir y saqué toda la bilis literaria de la que soy capaz, que no es necesariamente poca. Les dije de todo, incluyendo diversas hipótesis sobre lo que podían hacer con su extraordinario regalo. Finalmente, les exigí que me remitieran inmediatamente mi camiseta porque, si no, la siguiente vez no recibirían una carta de reclamación, sino una citación del Juzgado.
A los pocos días recibí una dolida carta de la casa Darmart: no entendían mi actitud, ellos que tanto estaban haciendo por mí, pero, puesto que me ponía así, habían dado instrucciones para que se me remitiera de inmediato el producto de mi compra.
Una semana después recibí un paquete de Darmart.
Lo abrí. Contenía unos espantosos calzoncillos azul celeste.
Del selecto sorteo nunca más supe nada.
Javier Ortiz. Diario de un resentido social (16 de febrero de 2002). Subido a "Desde Jamaica" el 3 de marzo de 2017.
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Escrito por: kala.2010/02/18 04:30:55.813000 GMT+1