Tiendo a simpatizar con los perdedores. Tanto por ética como por estética. Los aires triunfales me cargan. Pero no todos los derrotados me dan lástima. Sin ir más lejos: Alfonso Guerra no me la da. Él fue demasiado implacable con los demás durante demasiado tiempo; cortó demasiadas cabezas; forzó demasiados ostracismos de gente valiosa. Ahora está probando el sabor de su propia medicina.
Es víctima de sus defectos.
Para empezar, es un pusilánime. No tengo nada contra los apocados y cobardes, pero me molestan los que lo son y van de bravucones. Se presentó en el Congreso en plan «A mí, Sabino, que los arrollo» y, así que González puso en marcha su astucia para sacarlo del mapa, él se hundió, tiró la toalla y dejó a sus seguidores abandonados.
Es, además, de una astucia más bien limitada. Vuelvo a las mismas: también los que no somos Ulises redivivos tenemos derecho a existir. Pero es que él se ha pasado toda la vida presumiendo de la finura de sus argucias y calificando de imbécil a media Humanidad. Él, el gran cocinero, el de la pizarra de Suresnes. El viernes González se la jugó y se quedó con un palmo de narices, demostrando que como estratega es un perfecto inútil.
Ese es su rasgo de carácter más imperdonable: la fatuidad. Es de un engreimiento inconmensurable. Jamás he visto a nadie más capaz de prescindir de las barreras del ridículo a la hora de ensalzar sus propios méritos. «Me divertí muchísimo estudiando Filosofía y Letras» -transcribo al pie de la letra de una entrevista que concedió en sus tiempos de vicepresidente-. «Yo sabía en muchas materias muchísimo más de lo que se podía aprender allí. Fue un paseo; un paseo absoluto. Todo a base de matrículas. Así, de chapeau. Es algo natural en mí». O esta otra joya: «Con 16 años escribí algunos poemas y cosas que no sé cómo clasificarlas... Luego, mucho después, encontré párrafos de Beckett que se parecían algo. Y en el nouveau roman francés. Una cosa de éstas había hecho yo, con unos 16 años».
Pagado de sí mismo y cruel con los demás: la mezcla es explosiva. El que siembra cardos no puede aspirar a que le florezcan rosas.
Cuando dijo aquello de que «el que se mueve no sale en la foto», daba por supuesto que iba a ser fotógrafo perpetuo. Ahora ha sido él el que se ha movido. Y no es que no haya salido en la foto; es que lo han echado del álbum.
Recuerdo que, allá por octubre de 1991, hablando de quienes habíamos aireado las andanzas de su hermano Juan, afirmó en tono despectivo y no muy misericorde: «Les llegará su San Martín». Por San Martín toca veranillo. A él le ha llegado su hora con el verano.
Se ha hundido solo. Si hubiera sido algo más crítico consigo mismo y algo menos brutal con los demás, probablemente no se vería en éstas.
Aunque supongo que, de no haber sido así, tampoco González habría puesto sus ojos en él para hacer tándem camino de la cumbre.
Vaya par.
Javier Ortiz. El Mundo (25 de junio de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de junio de 2011.
Comentar