Según las encuestas, la intención de voto a favor del PSOE ha bajado bastante. Parece que el partido de José María Aznar se encuentra ya varios puntos por encima del de Felipe González, y que también Izquierda Unida ha mejorado posiciones a costa de las socialistas. ¿Señal de que «esto se mueve»? Me cuesta verlo así. Deduzco de los resultados de esas encuestas que hay todavía del orden de siete millones de electores dispuestos a votar a González. Después de Mariano Rubio, después de Luis Roldán, después del BOE, después de Filesa, después de Seat, después de Santana, después de la huelga general, después de las tres devaluaciones, hay al menos siete millones que volverían a depositar su confianza en el caballero en cuestión.
Hace dos años, desde lo alto de la misma tribuna desde la que ayer quiso aparecer como abanderado de la lucha contra la corrupción, González declaró: «España no tiene un problema de corrupción, sino de opinión pública». La afirmación me indignó. Ahora -aunque en sentido bien diferente- la hago mía. Si, después de todo lo mucho ocurrido, hay siete millones de ciudadanos que están dispuestos a revalidar el mandato de ese personaje, está claro que el principal problema que tenemos no es la corrupción, sino la incapacidad de buena parte de la opinión pública española para apercibirse de cuándo una situación ha rebasado los límites de lo admisible.
¿Por qué? Por diversas razones. Por desinformación e incultura política: hay demasiados que ni se enteran. Porque no faltan los que prefieren un Gobierno de izquierda, así sea corrupto, a uno de derechas, en cuyas posibilidades de honradez tampoco creen.
Porque otros se aferran a lo conocido, por malo que sea, ante el temor -convenientemente atizado- de que pueda ser peor lo que está por conocer...
Pero no nos engañemos: el asunto no se decide tan sólo en el plano de las carencias o las preferencias ideológicas. No sé cuántos de los siete millones -no hay estadísticas sobre las zonas de sombra-, pero es un hecho que son muchos los que no sienten grandes deseos de que se acabe la corrupción oficial porque ellos mismos viven en el extenso territorio creado por las corruptelas favorecidas o toleradas por la Administración, por miserable que sea muchas veces el beneficio que sacan de ella.
Es una verdad simplicísima, pero con frecuencia ignorada, muy probablemente por amarga: la cuestión no es saber por qué un gobernante es impresentable -impresentables hay en todas las sociedades-, sino cómo puede ser que un impresentable se mantenga como gobernante. Qué condiciones políticas y sociales lo permiten.
González es un impresentable. Es impresentable que el jefe del mismo Gobierno que impidió la investigación del uso de fondos reservados del Ministerio del Interior para financiar a los GAL y costear la comisión de asesinatos -un escándalo que olvidó Aznar en su casi exhaustiva enumeración de ayer, pese a que, para cualquier demócrata sincero, eso es con mucho lo peor de todo, lo más repugnante- trate ahora de presentarse como adalid de la transparencia política. Y es impresentable que el jefe del partido que montó una empalizada en su sede central, en la madrileña calle de Ferraz, cuando llegó a ella un juez para investigar el bochornoso entramado de Filesa desde el que se financiaban sus negocios, pretenda ser ahora el jefe de fila de la lucha contra la corrupción.
González es un impresentable. Pero tiene mucha razón cuando dice que, después de haber demostrado in extenso que lo es -estaba claro para el pasado junio-, ha sido respaldado de nuevo por millones de ciudadanos.
Ese es el gran drama. No que este país tenga por presidente del Gobierno a un estafador, sino que ese estafador cuente con millones de seguidores.
Él es un demagogo, sin duda. Pero eso es secundario. Lo principal es la cantidad de gente que está encantada con que siga mandando ese demagogo. ¿Masoquistas o cómplices? De todo hay en la viña de este señor.
Javier Ortiz. El Mundo (20 de abril de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 16 de abril de 2013.
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