«La política hace extraños compañeros de cama», se cuenta que dice Manuel Fraga, que presume de saber mucho de todo eso.
Siempre he usado con precaución el término «compañero» y me he preocupado de distinguir a aquellas personas (o grupos) con quienes he coincidido de manera circunstancial en la lucha por un objetivo concreto de aquellos otros con los que comparto un ideario más amplio y a quienes identifico con «los míos» (lo que no quiere decir, ni mucho menos, que dé por bueno todo lo que dicen y hacen).
Esto fue de particular aplicación durante todo el largo período en que el combate contra los desafueros felipistas estuvo en primer plano. Nos vimos metidos en la misma brega especimenes de muy diversa condición, desde la derecha consciente -consciente de ser derecha, quiero decir- hasta la izquierda más consecuente. En aquellas condiciones, alerté con frecuencia sobre los peligros que encerraba fiar demasiado de gentes que estaban en aquella pendencia por razones particularísimas y, con cierta frecuencia, inconfesables.
Dos de los personajes contra los que siempre estuve prevenido -y previne- acudieron el miércoles pasado a declarar ante la Comisión parlamentaria del 11-M: el magistrado Baltasar Garzón y el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño. El primero es un pavo real, petulante, ambicioso y sin principios, y el segundo, que no le va a la zaga en engreimiento, es de un fanatismo derechista que da miedo. Ambos representaron sus respectivos papeles ante la Comisión. Hasta la caricatura. Garzón garzoneó un rato, dándoselas de ingenioso, perspicaz y bien informado, aunque lo único que demostró es que tiene unas relaciones de compadreo con los mandos policiales totalmente inadecuadas en un juez entre cuyas labores debería estar la de atar en corto a la Policía. Fungairiño se mostró petulante, como siempre, y dispuesto a soltar doctrina a costa de lo que sea. Tanta carrerilla cogió que incluso se elevó por encima de la realidad, pretendiendo implícitamente que no se toma el trabajo ni de leer los informes escritos que le pasan ni de escuchar los informes orales que le hacen (porque por ambos medios le dieron cumplida cuenta de la furgoneta de Alcalá de Henares de la que él dijo no haber oído hablar hasta esa misma mañana). Sobre su fijación por los documentales de la BBC (¿qué tendrá contra los de Grenada?), prefiero no insistir, que el ridículo es contagioso.
A Garzón no tuve más remedio que tratarlo, pero así que lo conocí de cerca -y por más que en aquel momento, con todo el lío de los GAL, me pareciera más o menos bien lo que estaba haciendo-, opté por limitar nuestra relación a lo meramente profesional. El juez Joaquín Navarro ha contado en uno de sus libros cómo pedí que no lo invitaran a unas cenas que solíamos tener, comunicando que, si Garzón acudía, quien no iría sería yo. En aquel momento, el propio Joaquín Navarro me dijo que no entendía mi postura: «¡Pero, hombre, Javier, si Baltasar es uno de los nuestros!». A los pocos meses decía pestes contra él. Y con toda la razón.
En cuanto a Fungairiño, debo decir que hice verdaderos esfuerzos para no conocerlo. Y lo logré. Sus querencias -que no tardaría en mostrar en todo su esplendor con motivo del caso Pinochet- me produjeron desde el primer momento la más viva aversión, y desde entonces toda su actuación ha ratificado sobradamente mi impresión inicial.
No hace falta que diga lo que me satisface ahora no haber aparecido nunca como íntimo de esta gente. Con ellos entonces, como con otros después cuando llegó el momento de sumar fuerzas para descabalgar a Aznar, me he atenido a la vieja ley de oro de las alianzas coyunturales: golpear juntos y marchar por separado.
Cuanto más por separado, mejor.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (17 de julio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 17 de junio de 2017.
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