El sol del ocaso, lánguido y tenue, trata inútilmente de secar las calles que la lluvia ha vestido de asfalto y plata. La noche va cayendo con desgana. La farmacia tiene ya encendida la luz eléctrica. Tras el mostrador, la joven farmaceútica se prepara para cubrir una nueva guardia nocturna. Esta noche, como tantas y tantas otras, tampoco dará abasto con las jeringuillas y el agua destilada.
El hombre camina lentamente, fijos los ojos en los charcos que las cloacas no tragan. Sin levantar la vista, pasa junto a la misma vieja puta de siempre, instalada en la misma esquina de siempre, ésa que casi nunca abandona porque hace años que casi nadie se lo pide: la peluca platino mal colocada, al aire la roja blusa transparente, para mejor enseñar el pecho, para mejor deprimir a la imposible clientela.
En el pórtico de la iglesia, dos viejos, uno en cada extremo, tratan de pedir limosna a quienes siguen de largo. Son pobres de los de antes, pobres que no necesitan decir que lo son, ni refugiarse detrás de letreros con historias de paro, cárcel, sida y muchos hijos hambrientos. Ellos están en el sitio adecuado, donde pide la gente como Dios manda. Porque Dios, desde las bodas de Caná, manda pedir para alcohol, no para heroína. Justo enfrente, el de la tienda de comestibles se prepara para bajar la persiana y espanta a una pareja de jóvenes: «Que no, tíos, que yo no vendo limones sueltos, y además estoy cerrando». Los mira despectivo mientras se marchan calle abajo: «¡...Y menos para lo que lo queréis vosotros, desgraciaos!».
Ya es de noche. Hace casi una hora que una mujer de mediana edad, sentada en el enorme y casi vacío bar de la esquina, mira al exterior a través de una cristalera que nadie ha lavado desde tiempó inmemorial, tal vez desde el día en que pintaron encima los letreros de colores chillones: «churros del día», «tapas de cocina», «bocadillos variados». Ha estado consultando su pequeño reloj de pulsera cada poco. Está claro que esperaba a alguien; tan claro como que ese alguien nunca vendrá. Echa una última ojeada al reloj, se pone el abrigo y recoje el bolso. Sale a la calle. Se para un instante, como dudando. Emprende la retirada.
A través de los visillos, detrás de la ventana del primer piso, se ve a un cuarentón sentado ante una mesa de trabajo. Escribe. Parece concentrado. Teclea con rapidez. Pasado un rato, se detiene, arranca el papel de la máquina, lo arruga y lo tira sin fuerza, al suelo o a una papelera. Introduce otra hoja. Vuelve a escribir. Vuelve a interrumpirse. Tira también esa hoja. Se levanta. Oculta la cara entre las manos. Se diría que llora.
Lo cantó hace ya mucho tiempo Kris Kristofferson: «Es gente que nadie conoce, / que gime donde nadie puede oírla. / Gente que muere en soledad / en una ciudad en la que a nadie le importa».
Javier Ortiz. El Mundo (20 de octubre de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 21 de octubre de 2011.
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