La peripecia del juez Garzón se ha convertido en el gran escándalo patrio de la semana. Qué quieren que les diga; no me parece para tanto. Quizá sea porque llevo mucho tiempo en estas lides -más sabe el diablo por viejo que por diablo- y me ha tocado asistir a una enorme variedad de piruetas políticas e ideológicas destinadas a abandonar la oposición, cualquier forma de oposición, para subirse al carro del Poder. Las justificaciones de los tránsfugas son siempre aburridamente parecidas: «No me condenes antes de ver cómo lo hago», «Lo que me han ofrecido es más técnico que político», etc. Lo más penoso es que algunos incluso se lo creen, por lo menos durante un tiempo: el que tardan en cambiar de círculo de amistades. He visto el proceso también desde el otro lado de la barrera. Conocí a un alto cargo del PSOE que neutralizó a un incómodo líder sindical por el expeditivo sistema de asignarle un despacho oficial y un buen sueldo. «¿y a qué lo vamos a dedicar?», le preguntaron al jefe. «Da igual. Eso ya lo decidiremos más adelante», respondió él, despectivo. Así que hasta puede que sea cierto que González aún no haya decidido qué puesto va a conceder a Garzón. Tal vez lo deje también para más adelante. Pero que no se preocupe. Algo le caerá. Casi todos los que han pasado del puño cerrado a la mano extendida han acabado por pillar algo con ella. Ciertos tránsfugas, los más envanecidos, pretenden que, si aceptan ponerse del lado del que manda, es porque van a «imprimir un nuevo rumbo» a la tarea que se les confía. Son cómicos. No se dan cuenta de que, en la fría maquinaria del Poder, cada pieza tiene una misión asignada. Cada cual puede cumplir con mayor o menor eficiencia su función, pero nunca cambiarla. Sólo el dueño de la máquina decide qué se fabrica con ella. El dueño. Poco importa quién: el de turno. Llamémosle X.
Javier Ortiz. El Mundo (2 de mayo de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 9 de mayo de 2012.
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