Perpiñan, 1972. Estoy esperando a una amiga que viene de Barcelona y hago tiempo paseando junto al río. Me topo con una gran pintada sobre un muro: Vivent Garcia et Lorca!, dice. Tal cual: «¡Vivan García y Lorca!». Lo fotografié. Era cómico: el entusiasta antifranquista francés creía que vitoreaba a dos personas.
Se dice y repite ahora mucho que Federico García Lorca es el escritor español del siglo XX más conocido a escala internacional. No dudo de que mucha gente haya oído su nombre. Que conozca algo de su obra me parece ya más improbable. Hay millones de personas, eso sí, que han escuchado un poema suyo. Sólo que en inglés: Take This Waltz. Porque Leonard Cohen lo convirtió en letra de un hermoso vals.
Pretende el dicho tópico que sobre gustos no hay nada escrito. Es falso: está escrito y muy escrito que hay gustos que merecen palos. El mío debe ser uno de esos gustos apaleables, porque la poesía de García Lorca no me interesa gran cosa (de su teatro ni hablo). Otros muchos poetas españoles -o de lengua española- de este siglo han escrito versos que me conmueven infinitamente más. Qué digo yo: César Vallejo, Blas de Otero, Aleixandre -que también nació en 1898, aunque de él apenas se esté hablando-, Pedro Salinas, Ángel González...
Qué extraños son los gustos. Nos remiten a lo más profundo del inconsciente. Cuando leemos un texto literario, cuando miramos un cuadro, cuando escuchamos una música, cuando vemos una película, no juzgamos: sentimos. Nos atrae, nos disgusta, nos deja indiferentes. Se trata de una reacción que escapa a nuestro control. La teorización posterior sólo nos sirve para tratar de justificar ese sentimiento inicial ingobernado. Por eso las disputas sobre gustos son con frecuencia tan virulentas: algo nos dice que es nuestra intimidad más profunda lo que está en discusión. El vínculo sentimental que nos une a la obra nos lleva a experimentar el desdén hacia ella como menosprecio por nosotros mismos.
He establecido con el paso del tiempo una peculiar relación con la crítica de arte (de cualquier arte): me interesa mucho menos la crítica que el crítico. He ido seleccionando a los críticos que tienen un gusto similar al mío propio, de modo que, si Fulano dice que algo vale la pena, me fío, pero si es Mengano el que lo pretende, ni caso.
Deberíamos acostumbrarnos a sobrellevar los gustos de los demás en materia de arte con la misma tranquilidad con que nos tomamos sus preferencias gastronómicas. A algunos no nos gusta García Lorca, ni los callos a la madrileña, ni la chucrut, y no por ello -insisto: no por ello- somos denostables.
La recomendación es reversible: los chefs del restaurante cultural deberían tener en cuenta que, por muy buenos que les parezcan los callos, no pueden servir sólo callos, y todos los días callos, y callos para comer, y callos para cenar.
Pues con García Lorca, lo mismo.
Javier Ortiz. El Mundo (6 de junio de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 10 de junio de 2012.
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