El consenso es general: De la Rosa es un perfecto impresentable. ¿Y Conde? Conde también, por supuesto. ¿Y Roldán? Lo mismo. ¿Y Mariano Rubio y sus Ibercorp boys? Otros que tal bailan. ¿Y Aida Alvarez? ¿Y Sancristóbal? ¿Y Salanueva, con su BOE y sus pinturitas? Todos, todos una recua de impresentables.
Vale, bien, sin duda. Pero no nos podemos quedar ahí. Habrá que preguntarse en razón de qué ha podido producirse aquí semejante erupción de impresentables. Porque todo país tiene su cuota parte de sinvergüenzas. Pero no en todos los países los sinvergüenzas llegan a ser financieros de alto copete, jefes de la Policía, gobernadores del Banco Central, responsables del Boletín Oficial del Estado y coordinadores de finanzas del partido gobernante, entre otros cargos de la máxima importancia política y económica.
Sólo encuentro dos posibles explicaciones para tan singular fenómeno local: o bien en España los sinvergüenzas se emboscan muy bien y son de una astucia diabólica, sin par en otros horizontes, o bien hay algo propio de nuestra realidad social que propicia que los granujas se promocionen fácilmente.
El conocimiento personal de nuestros pícaros obliga a descartar de inmediato la primera de las hipótesis. Ustedes escucharon ayer las cintas de De la Rosa. El tipo es de una zafiedad que apesta. ¿Hubo un tiempo en que pudo engañar? Tal vez. Pero ¿cómo pudo seguir engañando cuando ya había datos más que suficientes para sospechar que no era trigo limpio? Todavía hace muy pocos meses, pasado por la cárcel y todo, Jordi Pujol volvió a decir de él que le parecía «un empresario ejemplar».
Esta es una constante de nuestra experiencia última. También Felipe González dio la cara por Rubio cuando ya estaba con el pompis al descubierto. Y por Roldán, cuando le faltaba un pelo para salir por piernas. Y siguió teniendo a Conde por confidente cuando las trampas multimillonarias del financiero habían aflorado al dominio público.
La conclusión me parece obvia: aquí, el hecho de que un individuo tenga todas las trazas de ser un corrupto no resulta suficiente para que el Poder lo trate como tal. El sistema es perfectamente capaz de mantener en su seno a completos granujas siempre que eso le venga bien. La prueba más fehaciente la aporta Conde: hoy sabemos que González, en la época en la que se llevaba estupendamente con el banquero -porque era útil a sus intereses-, conocía al dedillo la situación calamitosa de Banesto y las andanzas del personaje, gracias al informe Crillón y a las auditorías del Banco de España. Pero no hizo nada contra él. En cambio, meses más tarde, cuando comprobó que se convertía en un peligro para él, pasó a clasificarlo públicamente como sinvergüenza.
La gran mayoría de los que hoy tenemos por prototipos de la corrupción no son sino la espuma visible del potaje cocinado por el felipismo. Sus juguetes rotos.
¿En qué se distinguen un De la Rosa o un Conde de tantos y tantos felipistas de aire honorable? En que a los dos primeros se les ha caído ya la careta. Simplemente.
Javier Ortiz. El Mundo (11 de noviembre de 1995). Subido a "Desde Jamaica" el 12 de noviembre de 2011.
Comentar