Se ha escrito la tira sobre lo absurdo, lo prepotente y lo amenazador de la filípica -dicho sea por partida doble- del presidente en Casablanca. Sin embargo, hay dos observaciones de primera importancia que no se han hecho. De modo que me tocará a mí reparar el fallo.
Primo. Por tres veces, tres, el jefe del Gobierno acusó a El Mundo no sólo de hacer cosas muy malas, sino de hacerlas, además, con plena conciencia de su maldad. Dijo que publicamos mentiras sabiendo que son mentiras y que calumniamos a posta. Lo cual resulta, en primer término, una tontería, porque no se puede mentir y calumniar sin querer: si falta la voluntad, adiós mentira y adiós calumnia. Pero es también un recurso polémico muy frágil. Porque cuando uno atribuye a alguien no un acto, sino un deseo, tiene que estar en condiciones de probarlo. González ni siquiera lo intentó, con lo que quedó como un miserable hurgón en conciencias ajenas. No sólo en las de quienes hacemos este diario. También hizo lo propio con Nicolás Redondo, al que atribuyó confundir «la realidad con sus deseos». Se ve que tiene el divino don de saber por qué hacen y dicen los demás las cosas. Vaya por Dios. Y vaya con Dios.
Secundum. La filípica en cuestión no tuvo nada de improvisada. Sabemos que sus valets de chambre persiguieron a varios periodistas hasta conseguir uno que estuviera presto a formular la pregunta que dejara expedita la vía a la arenga presidencial. O sea, que González metió el cuezo premeditadamente.
Cosa harto preocupante. Porque un mal pronto lo puede tener hasta el mejor, pero si el patinazo es fruto de una decisión meditada, entonces ya la cosa pertenece a otro género.
En relación al «caso Palomino», el único miembro del Gobierno que ha tenido una reacción inteligente ha sido Josep Borrell. El ministro de Obras Públicas puede ser un relamido -que lo es-, capaz de inaugurar la misma piedra doce veces, pero de tonto no tiene un pelo. Así que se ha refugiado en que, a fin de cuentas, el cuñado de su jefe es un particular, o sea que a él qué.
Por supuesto que se trata de una línea de defensa muy objetable, pero no ridícula. Felipe González, en cambio, salió dando la cara por su cuñado, proponiéndose como garante de su honorabilidad, con lo que convirtió el affaire en propio. Ahora se publican las pruebas documentales de las chapuzas del otro y, claro, se le caen encima.
Hay dos géneros de torpes. Están los que lo son porque lo son, y qué le van a hacer los pobres, y están los que lo son sin necesidad, porque se creen infalibles y no toman las precauciones mínimas.
González es de estos últimos. Le pierde la soberbia. Cuando se siente atacado, embiste, convencido de la finura de sus cuernos. Y no dan para tanto.
González es el peor enemigo de sí mismo. La peor campaña que sufre es la que se monta él solo.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de noviembre de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 13 de noviembre de 2012.
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