No se hiela un río a tres metros de profundidad en una sola noche, no: tiene mucha razón el refrán chino. Lo que en Euskadi estalló en 1968 venía gestándose desde años antes. Se sentía en la aparición de formas de nacionalismo de nuevo cuño, asumidas por jóvenes radicales que buscaban entroncar los postulados tradicionales del independentismo con las últimas teorizaciones sobre la guerra revolucionaria (del Ché Guevara a Mao Zedong, de Franz Fanon a Trung Chin) o con los análisis de la nueva izquierda occidental: Gorz, Marcuse, Mallet, Basso, etc. Se sentía también en el poderoso despegue del movimiento obrero que, con la aparición de las Comisiones Obreras y la extensión de otras formas de organización radicales, había obligado al régimen franquista a decretar ya un estado de excepción en 1967, tras la larguísima huelga de Bandas. Apuntaba también algo nuevo en el activismo comprometido de una parte sustancial del clero vasco, vinculado tanto a la lucha obrera como al nuevo nacionalismo radical. Era una ola que rompía en todas las orillas: incluso en la del arte, cuyos representantes principales, tanto en la música (Ez Dok Hamairu) como en las artes plásticas (0teiza, Chillida, Basterretxea, Zumeta...), revelaban un alto grado de politización.
ETA era realidad desde años ha, pero es en el 68 cuando alcanzó su apogeo numérico. Se estima que contaba con unos 600 militantes, cifra que puede parecer escasa pero que, en la clandestinidad, suponía un volumen considerable. Hasta había sufrido ya un par de escisiones: la del grupo de «El Cabra», en la zona de Mondragón –un puñado de activistas que llegó a «ocupar» durante unas horas el pequeño pueblo vizcaíno de Garai–, y la de los seguidores de la Oficina Política, expulsados por su escaso entusiasmo nacionalista y sus «moderneces» marxistas, lo que les llevó a formar la llamada ETA-Berri («Nueva ETA»), de la que acabaría saliendo el Movimiento Comunista.
Se sentía que aquello iba a estallar por algún lado, y pronto se vio por cual. En febrero de 1968 es detenido Sabin Arana Bilbao, miembro de ETA: llevaba un arma. Durante meses, se suceden los atracos a Bancos y los atentados contra símbolos falangistas: todo el mundo se da cuenta que ETA está pasando de las proclamas en favor de la lucha armada a la actividad armada. Y buena parte de los vascos, harta de la represión, lo ve con buenos ojos. Lo que muchos desean, ellos lo hacen.
El tiro de salida –nunca mejor dicho– se produce el 7 de junio, en Guipúzcoa. Un guardia civil, José Pardines, da el alto a un coche. En su interior van Txabi Etxebarrieta Ortiz e Iñaki Sarasketa, ambos integrantes del Frente Militar de ETA. Etxebarrieta mata al guardia civil. Se produce una aparatosa persecución policial y en Benta Haundi, cerca de Tolosa, la Guardia Civil mata a Etxebarrieta. Son los dos primeros muertos. Uno por cada bando.
La muerte de Etxebarrieta provoca una reacción popular enorme. Se suceden durante semanas los funerales por toda Euskadi. La Policía carga a la salida de las iglesias, detiene sacerdotes, pero no logra abortar las protestas. El Aberri Eguna, en San Sebastián, es de inusual violencia: los manifestantes vuelcan coches y repelen las cargas de la Policía Armada, todavía muy poco preparada para estos menesteres. En junio, Iñaki Sarasketa es condenado a muerte por un Consejo de Guerra, pero la sentencia se conmuta: en aquel ambiente, las consecuencias de una ejecución habrían sido desastrosas para el propio franquismo.
El 2 de agosto se produce un hecho que marcará para siempre el futuro de Euskadi: un militante de ETA –aún sigue sin saberse con certeza quién– mata a tiros en las escaleras de su propia casa, en Irún, al comisario de la Brigada Político-Social Melitón Manzanas, máximo responsable de la represión política en Guipúzcoa.
Inmediatamente, el Gobierno de Franco decreta el estado de excepción. La Policía detiene a más de seiscientas personas, muchas de las cuales son maltratadas. El Régimen da palos de ciego, sin comprender que él mismo está fraguando el más sólido de los estímulos de movilización que haya conocido la Euskadi moderna: la lucha contra la represión. Una represión que, por lo demás, dista de calmar las cosas. El año prosigue entre encierros de sacerdotes, huelgas continuas –la de la Babcock Willcox, en octubre, fue particularmente dura– y manifestaciones estudiantiles.
En diciembre, mientras un Consejo de Guerra pronunciaba cuatro nuevas sentencias de muerte en San Sebastián, Arantxa Arruti y José María Dorronsoro caían en manos de la Policía. Ambos acabarían en el banquillo del Proceso de Burgos.
Todo eso ocurrió en el año cero.
Ahora vivimos en el 25.
Javier Ortiz. El Mundo (3 de abril de 1993). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de enero de 2018.
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