Es de buen tono, en estos tiempos de pensamiento mal llamado débil, afectar posiciones dubitativas, transigentes, contemporizadoras. Está mal vista la intolerancia.
No pasa de ser otra pose más, típica del carnaval permanente de nuestra vida social.
La tolerancia puede ser encomiable, pero también criminal. Depende. Es magnífico mostrarse tolerante hacia los criterios y modos de ser diversos. Es horrendo, en cambio, dejar pasar la injusticia, el abuso y la arbitrariedad.
Joaquín Navarro -al que sus enemigos polanquistas de ahora llaman el juez de las ondas, después de haberlo tenido en las suyas durante un largo decenio- es sobradamente conocido del gran público por su sólida formación jurídica, su amplísima cultura y su prodigiosa memoria, puestas sistemáticamente al servicio de la defensa de las libertades.
De esos rasgos de su personalidad da abundante muestra su último libro, Palacio de Injusticia, en el que el juez Joaquín Navarro desvela con implacable detalle la tramoya político-económica del infame escenario judicial en el que se han representado -y se siguen representando- algunos de los episodios más importantes y trascendentales de la vida social española de los últimos años, entre ellos el caso GAL, el de los llamados papeles del Cesid y el caso Sogecable.
En cada uno de ellos, el juez Navarro va mostrando no solo cómo se mueve cada actor, sino -y lo que es mucho más importante- por qué se mueve, de acuerdo a qué fidelidades confesas o inconfesables, conforme a qué intereses. El retrato no es desolador: desoladora es la realidad, de la que únicamente emergen dignamente un puñado de jueces, fiscales y publicistas a los que se ha dado en calificar de indomables, con llamativa exageración, tan solo porque su voz desentona de vez en cuando en el monocorde coro diario de balidos.
He mencionado algunos de los atributos intelectuales de Joaquín Navarro, bien visibles en su obra: su conocimiento teórico y empírico de la Ley y la Justicia, en las que adentra al lector con mano de experto cicerone; la amplitud de su cultura, fruto de su insaciable sed intelectual; su sorprendente memoria, que le permite recordar asertos y reconstruir hechos y circunstancias con escrupuloso detalle...
Son capacidades envidiables. Pero no virtudes.
Las virtudes de Joaquín Navarro son otras. Él mismo las enuncia, poniéndolas en boca de otro, con ese pudor con el que muchos hombres tendemos a hablar de nuestros sentimientos más hondos. Cita a Bertrand Russell: "Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad".
Las proclama en palabras ajenas, pero las practica militantemente con las propias. Y no se recata.
A algunos les incomoda con ello: creen que la pasión con que Navarro afronta la realidad -su visceral repugnancia hacia las medias tintas, el fervor con el que aplaude cuanto le merece loa y la rabia con la que se ensaña con cuanto le repugna- devalúan su mensaje. Es otro signo de estos tiempos de molicie de principios, que llevan a considerar más propio y elegante llamar desempleo al paro, e incremento negativo al puro y simple retroceso. Para Navarro, el juez que, por ejemplo -y el ejemplo no es ocioso-, dicta una sentencia condenatoria sin base porque eso conviene a los intereses del Estado y así se lo piden altas instancias, es un perfecto sinvergüenza y un vendido. Sin más. Y lo escribe tal cual.
Según ha dicho recientemente el Consejo General del Poder Judicial, este modo de expresarse de Joaquín Navarro es impropio. ¿Impropio de qué? Impropio del jesuitismo que rige en la corrupción togada, sin duda.
Sin esperanza y sin miedo, ha subtitulado Joaquín Navarro este libro. Es signo de su entereza. Muchos de sus partidarios tuercen el gesto: "¿Por qué sin esperanza?", se preguntan. Pues, sencillamente, porque no la hay. Quien, como Navarro, se sitúa moralmente -por qué no decirlo: piadosamente- del lado de la humanidad que sufre, no puede ni engañarse a sí mismo ni engañar a los demás: la verdadera justicia puede ganar batallas, pero pierde casi todas las guerras.
Y esa sería una magnífica razón -si las del corazón no bastaran- para estar radicalmente de su lado. Sin asomo alguno de tolerancia.
Javier Ortiz. El Mundo (18 de abril de 1998). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de abril de 2013.
Un dato más: podéis consultar el prólogo escrito por Antonio García-Trevijano.
Comentarios
Escrito por: xosé.2013/04/09 23:41:16.849000 GMT+2
Escrito por: PWJO.2013/04/10 21:15:24.720000 GMT+2