No me conmueve el estado de irreversible decrepitud en el que se encuentra Karol Wojtyla -con los años me voy haciendo cada vez más duro de corazón: debe de ser la arteriosclerosis-, pero admito que su lenta agonía me interesa, y bastante, como pieza clave del tétrico fenómeno social que protagoniza.
Antes, los jefes máximos de la Iglesia Romana tenían a bien cruzar la laguna Estigia de manera más discreta y, sobre todo, más rápida. Te enterabas casi seguido de que no se encontraban del todo católicos y de que ya estaban haciendo cola en el santoral. Lo de este hombre, que se aferra al cargo con aún más determinación que a la vida -que ya es decir-, resulta en verdad extraordinario. Hay voces autorizadas que afirman que no lo mata ni Dios.
«¿Y a ti qué te importa?», me dicen algunos. «Deja que los católicos se organicen como les parezca.»
Ése es un criterio del que no participo. Me ocupo de cómo se organizan los católicos porque, en toda formación social respetuosa con los principios democráticos, el derecho de asociación ha de acomodarse a ciertas reglas, de modo que no haya nadie que contraríe tales principios. Esto es algo que requiere una muy especial vigilancia cuando se trata de organizaciones que, como es el caso, están sometidas a disciplina extraterritorial.
Y es que a veces se tiende erróneamente a otorgar libertades que no existen. Si un grupo de gente quiere constituir una asociación de bebedores de sangre -y que conste que no estaba pensando en este preciso momento en la Santa Misa-, los demás no podemos declararnos neutrales. Por ello mismo, creo que tenemos algo que decir ante el espectáculo combinado de enseñamiento y autoensañamiento médicos que está ofreciéndonos el Estado Vaticano.
Soy el primero -bueno: quizá el segundo; no sé- en respetar los derechos de la Santa Madre Iglesia. Pero sólo cuando encajan sin conflicto dentro del marco natural de los Derechos Humanos. El pasado jueves me topé en ETB con Txaro Arteaga, directora de Emakunde (el Instituto Vasco de la Mujer). Dijo que, a partir de la nueva Ley de Igualdad promulgada por el Parlamento vasco, las instituciones autonómicas se van a negar a tener relación con las entidades y empresas que no acepten la igualdad de derechos de los hombres y las mujeres. Le pregunté cuándo, en aplicación de esa ley, el Gobierno vasco va a romper relaciones con la Iglesia católica, entidad que, como es requetesabido, no concede igualdad de derechos a las mujeres. No me dio una respuesta precisa.
A mí, que crean en Dios y que se junten para sus cosas me da igual. Lo que reclamo que se les exija, al igual que al resto de los ciudadanos, es que se comporten con arreglo a las leyes comunes, ya se trate del respeto a la igualdad de oportunidades de las mujeres o a las normas que prohíben los espectáculos crueles y degradantes como el que nos están ofreciendo estos días desde el Vaticano en horario de máxima audiencia.
Sencillamente, porque eso no puede ser.
Bueno, perdón: sí que puede ser (y ahí está la cosa). Pero no debería.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (27 de febrero de 2005). Subido a "Desde Jamaica" el 25 de noviembre de 2017.
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