La Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea llegó ayer a un acuerdo que abre la puerta en principio a la existencia de una Constitución Europea.
Supongo que aquí, inter nos, está de más extenderse en explicaciones sobre la clase de Europa que está construyendo esa gente. Sabemos de sobra que es un desastre: ese desastre economicista e insolidario al que dio la espalda el pasado domingo la mayoría de la ciudadanía europea (aunque no en todos los casos, ni mucho menos, por economicista y por insolidario).
La cuestión que me planteo a día de hoy tiene que ver con lo que en alguna ocasión, ya hace años, llamé «la caducidad de las causas». Me refiero al hecho de que suceden (con molesta frecuencia, además) determinados hechos que juzgamos intolerables, inaceptables, espantosos, etc. Pero sucede también, y con no menos fastidiosa recurrencia, que nuestras condenas, por enérgicas y justificadas que sean, no son atendidas. Y que los hechos intolerables, inaceptables, etc., se instalan en la vida, y perduran.
Cabe que, en un esfuerzo de encomiable didactismo, nosotros acertemos a persuadir a nuestros herederos de que los tales hechos intolerables, etc., son efectivamente intolerables, etc., de modo que ellos tampoco los toleren, etc. Pero ¿y si los hechos siguen perdurando? ¿Hasta cuándo habremos de pretender que nuestro justificadísimo rechazo conserve su vigencia no ya filosófica, sino política práctica? Por ejemplo: ¿debemos, por respeto a la justa ira de nuestros ancestros, rechazar de plano las consecuencias históricas del inicuo «abrazo de Bergara»? ¿Habremos de negar tenazmente las consecuencias intolerables, inaceptables, espantosas, etc., de la derrota que nuestra imperecedera causa sufrió en la batalla de Almasa, el 25 de abril de 1707?
Como que no, ¿no?
Ahora bien: una vez decidido -si decidimos- que, mal que les pese a los carlistas, todas las causas concretas que no triunfan acaban teniendo una fecha de caducidad -por más que pueda y deba pervivir el impulso ético que motivó algunas-, el asunto que resulta inevitable plantearse a continuación es cuándo. Cuándo caducan, quiero decir.
Supongo que ahí no puede darse una respuesta uniforme. Depende de la causa de que se trate. En general, mi espíritu práctico me dice que vale la pena sostener aquellas causas justas que cuentan con suficiente personal apoyante como para hacerse oír.
Bien. Como quiera que no es mi deseo escribir hoy ni sobre la Monarquía juancarlista ni sobre la OTAN, me limitaré a decir que para mí que no tiene demasiado sentido quedarse con las objeciones de principio a la Unión Europea que muchos venimos haciendo desde Maastricht y aún antes, negando la mayor, y que tal vez empiece a convenir que, aunque sin dejar de recordar que es un engendro, economicista, insolidario, intolerable, inaceptable, espantoso, etc., pasemos también a examinar cada uno de los pasos que se van dando en el proceso, para evaluar las alternativas en presencia y dar nuestra opinión sobre ellas.
En coherencia con esta confesión autocrítica, me he impuesto a mí mismo la penitencia de estudiarme en serio todo ese lío de la mayoría de bloqueo, el 55% del 4% del 12% de países con población equivalente al 60% del 26% del 40%, para saber bien de qué va y decidir qué conviene más no ya a la causa de «Epaña», sino a la de los parias de la Tierra.
Porque eso sí lo tengo claro: la de los parias de la Tierra es una causa sin posible fecha de caducidad.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (19 de junio de 2004). Subido a "Desde Jamaica" el 4 de junio de 2017.
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