Xabier Arzalluz preguntó hace días a un grupo de incondicionales: «¿Tengo yo cara de ladrón?». Como era de esperar, le contestaron que no.
Ahí está la cosa. Los ladrones no tienen rasgos faciales específicos. Por eso hay ladrones. Si llevaran el latrocinio escrito en la cara, todo el mundo los descubriría nada más verlos, y la policía los detendría a la primera de cambio, con lo que nadie se animaría a ser ladrón, y entonces no habría ladrones, con lo que nadie podría tener tampoco cara de ladrón.
En realidad, los seguidores del presidente del PNV le hicieron un flaco favor al asegurar que no tiene cara de ladrón. Porque ésa es una de las características más típicas de los buenos ladrones, en general, y de los especialistas en el arte de la estafa, más en concreto. Un tipo con aspecto torvo y mirada huidiza es poco probable que estafe mucho. Para estafar con eficacia hay que dar impresión de buena gente.
Se quejaba de ello hace poco una vecina mía, a la que una mocita que parecía embarazada, «con una pinta estupenda», le timó 50.000 pesetas fingiendo que había sufrido un accidente con su automóvil y que tenía que alquilar una grúa y pagar un montón de cosas más. «¡Parecía tan buena chica!», se lamentaba mi vecina. Claro: si hubiera parecido una estafadora, ella no le habría dado ni un duro. Los timadores profesionales son así: tienen aire de no haber roto un plato en su vida y de ser totalmente de fiar. Son muy buenos actores, hacen su papel estupendamente y dan el pego.
Eso es lo que más me desespera de nuestra actual situación política. Si Arzalluz desprendiera un halo de angelical beatitud, si González poseyera una mirada desbordante de nobleza y un verbo suave y envolvente, y si Pujol y Matutes parecieran los campeones ex æquo de los Juegos Mediterráneos del Desinterés, entendería que hubiera mucha gente que se fiara de sus promesas y les diera su voto. Pero que lo consigan con tan pobres y manidas artes, y que lo logren una y otra vez, dice muy poco a favor de nuestra sagacidad media.
Afirma el proverbio árabe que, cuando alguien te engaña en una ocasión, la culpa es suya, pero que si te vuelve a engañar, la culpa es ya tuya. Me parece excesivamente bondadoso. Cuando el engaño es tan rematadamente burdo, la culpa es tuya desde el principio. Es como en el viejísimo timo de la estampita: así sea la primera vez que traten de hacértelo a ti, tienes que ser un perfecto panoli para picar.
No; ni Xabier Arzalluz ni los otros tienen cara de ladrones. Lo que sí tienen es cara, a secas. Hay que tenerla de cemento para volver una y otra vez al mercado electoral a vender baratijas a guisa de joyas.
Pero no les culpemos a ellos. Si hay tanta gente dispuesta a seguir comprándoles sus baratijas a precio de oro, ¿por qué habrían de echar la persiana al negocio?
Javier Ortiz. El Mundo (1 de junio de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 6 de junio de 2011.
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