Intervención en el acto de presentación en Madrid del libro de Jacques Julliard Ce fascisme qui vient. Junio de 1994.
Angustiado por el agolpamiento de los infinitos signos de horror que nos acechan, Jacques Julliard ha escrito un breve libro que se inscribe en la mejor tradición del panfleto: un término que aquí, burros que muchas veces somos, empleamos en tono denigrante, porque identificamos lo directo con lo superficial, y el grito con la irreflexión.
Quizás ése sea el primer mérito que, visto desde nuestros pagos, debemos reconocer a Julliard: el de contribuir a devolvernos el valor del panfleto, o sea, la dignidad del escrito que se lanza sin enjuagues: a cantar las cuarenta, a decir lo que se piensa por la brava, tomando por la vía de enmedio, diplomacias, paños calientes y academicismos al margen.
Para mí, El fascismo que viene es un libro entre paréntesis. Empieza refiriéndose a la «indecisión que los demócratas han demostrado ante la arrogancia de las dictaduras», y acaba lamentando, en frase paralela, que «la insolencia de las dictaduras es tanto mayor cuanto más grande es la irresolución de las democracias».
Tal vez un francés pueda expresar ese pensamiento como conclusión teórica. Yo, víctima de nuestra propia Historia más reciente, he de suscribirlo como amargura. España ha vivido una larga dictadura abominable. Una dictadura política, social e ideológica que todavía pesa sobre nosotros en demasiados sentidos. Y la ha vivido, sus propios yerros aparte, por culpa de esa «indecisión de los demócratas» y de esa «irresolución de las democracias» cuya segunda edición, corregida pero no aumentada, Julliard contempla con horror en los escaparates del presente.
Hemos sido en las últimas décadas bastantes los españoles que nos hemos detenido a contemplar ese episodio de nuestra Historia. No para lamentarlo, no para dictar nuestra condena moral a las democracias occidentales por el trato que dieron a la República Española a partir de 1936, con la bufonada de la «no intervención», sino para estudiar su porqué, para desvelar su tramoya oculta. Para elevarnos del estadio del resentimiento al del conocimiento.
Gracias a ello, sabemos que algunos gobiernos demócratas, aunque no experimentaban ninguna simpatía por la causa de Franco, sintieron un horror muy superior ante la posibilidad de que en España se instaurara un régimen radicalizado y filobolchevique. Permítanme que eleve un solo hecho a la categoría de símbolo: las máquinas de guerra del Ejército sublevado pudieron actuar sin interrupción durante toda la contienda gracias a la gasolina que les proporcionaban algunas empresas petrolíferas norteamericanas. La «no intervención» fue sólo no intervención a favor de un bando, y manga anchísima para el otro.
Se cumple ahora el aniversario del desembarco de Normandía. El día D. He tenido ocasión de hablar de esa fecha con viejos republicanos, socialistas, anarquistas, nacionalistas, comunistas. Para ellos fue el inicio de su segunda gran decepción. Se suponía que la victoria de los aliados sobre el Eje significaba que triunfaban los demócratas y perdían los fascistas. Pobres diablos. Tras un simulacro de bloqueo, pronto pasaron por la taquilla de Franco todos los gobiernos occidentales, encabezados por el glorioso presidente de los Estados Unidos de América, el heroico vencedor del nazismo, Dwight Eisenhower, que no tardó en echarse en los brazos del dictador español.
Esta dolorosa experiencia nos ha enseñado a muchos a darnos cuenta de que los gobiernos demócratas no responden obligatoriamente y siempre a los principios de la democracia. Lo que es oposición radical en el plano teórico dista de resultarlo necesariamente en la práctica. Democracia y fascismo no han sido nunca, en los hechos, como agua y aceite. O, mejor dicho: los que actúan en sociedad como representantes de la democracia no siempre son total e irreconciliablemente incompatibles con el fascismo. Es más: a veces lo practican. Porque el complejo entramado de intereses que defienden tiene sus prioridades específicas.
Julliard ve en el escenario de la ex Yugoslavia, y en particular en los dirigentes serbios, la punta de lanza de un nuevo fascismo, y en la debilidad de las potencias occidentales ante ellos, la muestra de una nueva dimisión de la democracia frente al fascismo emergente. Estoy de acuerdo.
Cierto es que ese tipo de actitudes no es de ahora. Aunque no nos hayan pillado ni tan directamente ni tan cerca. Todos sabemos que las sangrientas dictaduras latinoamericanas que han existido a lo largo de las últimas décadas no hubieran podido imponerse sin el silencio cómplice, o incluso la colaboración activa, del gobierno de Washington. Ahora mismo, en Colombia existe un gobierno bajo el cual se producen tres mil asesinatos políticos anuales, muchos de ellos causados por escuadrones paramilitares vinculados al Poder, y las potencias occidentales, tratan a ese gobierno como colega.
Nos planteamos ahora cómo parar el avance del fascismo. No nos dejemos atrapar por las palabras ni nos encerremos en un debate académico. El peligro es concreto: estamos hablando del avance de quienes desprecian las libertades públicas e individuales, de quienes hacen lo posible por socavarlas, de quienes, llegado el caso y si les fuera posible, estarían dispuestos a enterrarlas.
Vistas así las cosas, el avance del fascismo no se circunscribe a los éxitos bélicos de los criminales serbios, a los progresos del zafio Zhirinovski, al espaldarazo electoral de los neofascistas italianos o de los lepenistas franceses, al auge de los neonazis alemanes o a las agresiones, cada vez más descaradas y continuas, de las bandas racistas en el conjunto de Europa. Todo eso es muy grave y es muy preocupante. Pero no agota la cuestión, ni mucho menos. Es necesario referirse también a la contribución que los Estados occidentales, una parte de sus servidores, y sectores importantes de la opinión pública supuestamente demócrata, al caldo de cultivo de esas actitudes y esos hechos.
Esa contribución tiene dos vertientes, estrechamente relacionadas entre sí:
En primer lugar, la degradación de las intituciones democráticas por la vía de la corrupción política y de su utilización para fines estrechamente partidistas, cuando no de medro personal, al igual que el creciente distanciamiento de los órganos de Poder político con respecto a la sociedad civil, desprestigian la democracia, le hurtan el afecto de los ciudadanos y abren un amplio campo de juego a los demagogos que patrocinan sistemas pretendidadamente nuevos y mágicos.
En segundo término -que en parte es el mismo-, el constante reforzamiento de los mecanismos de control político de la población y de los aparatos policiales orwellianos, la adopción de leyes que limitan cada vez más el ámbito de las libertades, lo mismo que la tendencia a la «bunkerización» ideológica y material de las sociedades occidentales frente a las migraciones procedentes de los países pobres, aproximan a los poderes políticos democráticos y a sectores numerosos de las propias sociedades occidentales a las señas de identidad ideológica del fascismo: prioridad del orden sobre la libertad, rechazo de las opciones minoritarias en todos los campos de la existencia colectiva o privada, xenofobia... La contaminación de esos contravalores fascistas que han sufrido las legislaciones y la ideología dominante de los países democráticos confiere al fascismo una legitimidad social que es muy peligrosa.
Aunque todavía no esté planteado en esos términos, creo que existe de hecho un debate de fondo sobre el modo en que debe plantearse la lucha de los demócratas contra «el fascismo que viene», o sea, sobre cómo evitar que venga. Es un debate que, en términos similares, se planteó también en vísperas de la II Guerra Mundial. ¿Cómo frenar el auge del fascismo?
En mi opinión, sólo hay un modo realmente eficaz de hacerlo: no cediéndole terreno, ni directa ni indirectamente. No cederle terreno directamente significa que hay que frenar su ofensiva exterior por todos los medios, incluyendo, si es necesario, los militares. Y no cederle terreno indirectamente significa no permitir bajo ningún concepto que el sistema democrático se degrade, sea por la vía de la corrupción política, sea por la de su corrupción ideológica, esto es, por la vía de su propia fascistización.
Ése es el modo en que, a mi entender, debe combatirse al fascismo. La otra opción es la que, ya desde el Imperio romano, se ha refugiado siempre detrás del enunciado: «Prefiero la más corrupta de las democracias a la más incorruptible de las dictaduras». La opción resulta aparentemente atractiva, pero es engañosa. En primer lugar, porque, cuando la democracia se corrompe, se pudre y abona el terreno a la dictadura. Y en segundo término, porque no hay dictadura que sea incorruptible: las dictaduras son todas esencialmente corruptas.
Con ese criterio no se defiende la democracia; tan sólo se contribuye a justificar la corrupción.
Quienes creen que criticar la corrupción de y en la democracia, la degradación de sus instituciones y la fascistización de sus leyes y sus prácticas facilita el auge del fascismo, porque desacredita el sistema, cometen un grave error: el descrédito no proviene de la denuncia de esos hechos, sino de su existencia. Es precisamente su denuncia radical y temprana lo que puede pemitir cortar por lo sano cuanto antes, esto es, cuando aún queda mucho sano. El ejemplo de Italia no puede ser más elocuente: fue la prolongadísima permisividad hacia las situaciones de corrupción lo que llevó a que, llegada la hora de cortar, hubiera que cortar tanto y en tan difíciles condiciones.
En el plano internacional la opción es la misma. Julliard ridiculiza las prevenciones que han tenido las potencias de la Unión Europea a la hora de atajar el expansionismo de los «limpiadores étnicos» serbios. Tiene razón. No es contemporizando con sus avances y resignándose al derecho de conquista como se logrará acabar con la guerra. Porque quizá pueda pararse momentáneamente ésa, pero se habrá creado un terrible precedente que animará a emprender otras, sea a los propios expansionistas serbios, sea a otros que de momento están más o menos agazapados.
En todo caso, la iniciativa de Julliard marca un camino justo: no hay que dejar la lucha contra el fascismo en mano de los gobiernos de nuestros países. Los intelectuales antifascistas, lo mismo que los demás creadores de opinión que compartan sus inquietudes, tienen el deber de presionar sobre quienes ocupan el Poder para que sean coherentes con los principios de la democracia, tanto en el plano interior como en el exterior.
Javier Ortiz. Extraído del libro Jamaica o muerte (2 de junio de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 22 de enero de 2019.
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