Felipe González llamó el otro día «canalla» al director de este periódico. Me parece mal.
Entendámonos: no es que tenga nada en contra de que González eche pestes de Ramírez. Eso me resulta de lo más comprensible. Lo que desapruebo es que utilice el término canalla. En sus orígenes, la canalla era la chusma, la plebe, el vulgo. O sea, el pueblo. Fueron los aristócratas quienes dieron a esa palabra su sentido despectivo.
Recuerdo una vieja y hermosa canción de la Revolución Francesa que responde a ese desprecio de la gente bien por el populacho. Sus estrofas iban describiendo las muchas miserias que padecían los sans-culottes, y las remataba una y otra vez con el mismo estribillo: «C'est la canaille! Et bien, j'en suis!». («¡Es la canalla! Pues bien: ¡yo soy parte de ella!». Sólo que en francés suena más rotundo).
La lengua castellana acoge una nutrida colección de insultos de contenido ideológico detestable. Cafres, en principio, eran sólo los infieles, pero el adjetivo terminó por transformarse en sinónimo de inhumano. Ladinos fueron, en los orígenes del término, los moros que sabían latín, pero la palabra acabó sirviendo para referirse a la gente taimada. Horteras eran, en la Villa y Corte, los mancebos de ciertos establecimientos: ya vemos en qué ha dado el uso. ¿Y qué no decir de los pícaros -las inofensivas gentes de la Picardía- o de las judiadas?
La lengua no inventa nada. Es producto de la Historia. Todos esos insultos -y tantos, y tantos otros- son fidelísimo reflejo de muchos siglos de xenofobia, de machismo y de clasismo. De una Historia que ya no tiene vuelta de hoja, desde luego, pero que no está de más mirar con ojos críticos.
Me hago perfectamente cargo de que sería una barbaridad -más xenofobia- pretender ahora que el castellano pasara por un proceso de purificación ideológica. El esfuerzo que algunas gentes se imponen para emplear un lenguaje políticamente correcto se torna casi siempre prosa envarada, tristona y macilenta: el que / la que y todo ese rollo. No me apunto a eso. Pero tampoco me olvido de que existe el quien, que no tiene género (es un ejemplo) y que permite hallar un equilibrio entre lo didáctico y lo tradicional, como quien dice.
En todo caso -y es a lo que iba al inicio: cómo me enrollo-, lo que se entiende mal es que un individuo que se dice socialista, como el tal González -que hasta se quiere candidato a jefe supremo de la Internacional Socialista, a escala planetaria-, puede caer en el error de acusar a sus enemigos de ser canallas, o sea, plebeyos, o sea, del pueblo llano.
Pero qué disparate. ¿Qué sentido tiene reclamar a este hombre que hable como socialista, cuando el habla no es sino una de las muchas variedades de la práctica, y el resto de su práctica tampoco tiene nada que ver con el socialismo?
Que diga lo que le dé la gana, en suma. Por muy burreras que se ponga. Al menos, sus palabras, por erróneas que sean, no entierran a nadie en cal viva.
Javier Ortiz. El Mundo (12 de abril de 1997). Subido a "Desde Jamaica" el 20 de abril de 2011.
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