Víctima de un arrebato de originalidad impropia de un residente en Madrid, me fui el pasado fin de semana a tomarme un breve descanso a Alicante.
No soy de ésos que hacen las cosas a medias. Dispuesto a llevar mi esnobismo hasta sus últimas y más radicales consecuencias, quedé el domingo con una amiga para comernos un arroz a banda en la soleada terraza de un restaurante de la Explanada y, de paso, charlar sobre la actualidad política.
Pronto pude comprobar que esa misma idea sólo la habían tenido 17.423 capitalinos más.
Opté por hacer abstracción de esa problemática circunstancia y concentrarme en mis dos únicos objetivos: la charla y el arroz.
-¡Alicante tiene una cosa, una cosa tiene Alicante! -me gritó de repente alguien al oído.
Me volví para ver quién hacía tan enigmática proclama, tratando de averiguar de paso por qué la hacía a gritos. Era un caballero entrado en años -y en carnes- que llevaba una guitarra adosada. El aullido de afirmación alicantina era al parecer el modo que tenía de comunicar al mundo su decisión irrevocable de cantar unas rumbas.
Cumplió su amenaza a plena satisfacción (suya).
Pasó acto seguido el platillo y marchó en busca de otras víctimas.
Traté de no dejarme deprimir por el incidente y me dispuse a abordar el primer punto del temario preestablecido («Quiero que hablemos de lo de Cuba, de la crisis del PSOE y de Italia», había dicho mi amiga).
Pero no podía concentrarme. Me lo impedía una mujer que se había quedado parada ante nuestra mesa y que extendía la mano.
-Ande, señorito: deme algo.
Fue solo el anuncio de lo que se avecinaba. A lo largo de los tres cuartos de hora siguientes fueron pasando: seis que se presentaron como enfermos de SIDA -dos de los cuales pusieron mucho interés en que examináramos sus brazos para que quedara claro que no se pinchaban, cosa que distaba de ser evidente-; tres que reclamaron con insistencia que adquiriéramos sus dudosas artesanías; una chica pálida con aspecto de monja fugada del convento que ofrecía estampas de vírgenes; otra del ramo de los claveles, empeñada en regalar uno a mi acompañante («Es que me he quedado con el duende de sus ojos, señora», le dijo, sin importarle que mi amiga llevara gafas de sol); otra que mostró una determinación de leernos las manos rayana en el más feroz de los fanatismos...
No pudimos hablar de nada, por supuesto. Acabamos el arroz y nos marchamos precipitadamente.
Según nos íbamos, un chico sucio, delgadísimo y cojitranco se acercó a nuestra mesa y afanó el pan que no habíamos comido.
-¿Qué querías comentar sobre lo de Cuba? -le dije a mi amiga.
No me contestó.
En realidad, ninguno de los dos tenía ya ganas de hablar de nada.
Javier Ortiz. El Mundo (23 de abril de 1994). Subido a "Desde Jamaica" el 27 de abril de 2011.
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